El empleo de las armas en la lucha por el poder o contra gobiernos autoritarios ha tenido en no pocos casos validez histórica. En otros esa violencia no ha obrado como “partera de la historia” y se ha convertido en una máquina de crímenes para una mayor opresión. Pero también la corrupción consentida por regímenes revestidos de legalidad equivale a una tiranía devastadora, con capacidad para el estrangulamiento de la democracia. En Colombia ha alcanzado una intensidad bien ostensible y es factor de crisis institucional.
En las recientes elecciones regionales en el país se pudo apreciar cómo ese revoltijo de tantas formas de distorsión de las normas configuraron todo un fraude en favor de quienes tuvieron capacidad financiera para dominar el mercado de los votos, que es la más burda negación del libre ejercicio del derecho ciudadano a elegir a los gobernantes.
En muchos lugares, como se sabe y se ha aceptado, ganaron ciertas mafias bajo el común denominador de la politiquería. Ganaron para quedarse y hacer los negocios, cuyas utilidades ya han calculado. Ese triunfo, desde luego, puede ser irreversible. Sin embargo, no tiene la legitimidad que debiera respaldarlo. Es espurio. Está montado sobre la trampa y por los vicios de su amasijo es vulnerable.
Lo que sigue es insistir en la construcción de una corriente política que se oponga a todas las formas de la corrupción predominantes. Y que sea asumida por un número significativo de ciudadanos a fin de que la democracia deje de ser una ilusión y las elecciones un mercado manejado por gamonales, criminales y pícaros.
No hay que alejarse de la política. Hay que estar cada vez más cerca, para participar en el examen de los actos de gobierno, para debatir, denunciar, oponerse, apoyar aciertos, exigir correctivos, ejercer una veeduría activa. Es una función de los ciudadanos y a eso no pueden ser ajenos los gremios, la academia, las organizaciones sociales, los sindicatos, en general todos los sectores de opinión. Solamente una ciudanía militante será capaz impedir los abusos de poder y el desvío de los recursos públicos, convertidos en botín de enriquecimiento de unos pocos.
Para la consolidación de la paz en el posconflicto, la depuración de la administración pública es fundamental. Seguir en los vicios de la corrupción es poner en riesgo todo que tiene que hacerse para que Colombia entre en un nuevo rumbo.
La democracia no puede seguir siendo una mera ilusión.
Puntada
Enrique Vargas Ramírez hizo parte de una estirpe regional con relevante protagonismo en la política, en la cultura y el emprendimiento empresarial. Fue un intelectual consciente de la importancia del conocimiento y un político con ideas democráticas. Orientó, gobernó, escribió y vivió con las dinámicas de su tiempo y de su talante cultural. Sus desempeños en lo público fueron de utilidad para el país. Sin duda, deja un legado que la región debe incorporar al repertorio de los recursos que hacen parte de su patrimonio.