Muy temprano me sonó ese día el celular. Me limpié las lagañas para ver en la pantalla el nombre del intruso que me sacaba del dichoso sueño mañanero. “Es José Eustorgio”, le dije con un codazo a mi mujer, que se acomodó a mi lado para escuchar la llamada del jefe. “Le va a aumentar el sueldo”, me susurró ella al oído.
-Aliste la mejor ropita que tenga y el chingue de baño y se me va para Panamá-. La voz era autoritaria, y no dejaba margen de duda. “Patricia le da los pasajes y los viáticos”.
-¿A Panamá, yo?
-Sí, quiero que cubra con su estilo la Cumbre de las Américas.
“Me manda para Panamá” le dije a mi mujer, tapando la bocina del celular. Vi su cara de desilusión. Como de tristeza. Entonces me atreví a preguntarle al Jefe: “¿Puedo ir acompañado?”. El click del celular me indicó que el jefe había colgado.
La Cumbre comenzaba al otro día, así que salté de la cama con la agilidad que me permiten mis casi setenta años y mis lánguidas piernas.
Aún estaba bajo la ducha cuando escuché a mi mujer que me llamaba desde afuera del baño.
-¿Mijo?
-Diga, mija.
-Yo creo que no debería ir a Panamá.
Me quedé con el jabón en la mano. La Vieja Sara tiene destellos de sabiduría, de modo que decidí escucharla:
-¿Y esa joda?
-Mire, su inglés no es muy fluido, ¿cómo se va a entender con Barack? (Mi mujer llama a todos por su nombre de pila).
-Hay traductores –dije, restregándome las axilas.
-No es lo mismo. ¿Y qué le va a decir a Nicolás, cuando se lo encuentre de frente, usted que vive mamándole gallo? ¿Y cuando Rafael lo mire con esa mirada de buey furioso, usted qué va a hacer, ah? ¿Y si Evo ni lo determina?
Mi mujer siguió con la retahíla de todos los presidentes izquierdosos de la región, mientras mis ilusiones se iban derritiendo con el agua.
Porque no es cuestión de todos los días poder asistir por cuenta del tanque al Paraíso fiscal, pernoctar en hoteles de ocho estrellas, codearme con los mandamases del continente, asistir a espectáculos privados con reinas y modelos privadas, ni zambullirme en aguas climatizadas con las mejores compañías femeninas.
Y, de golpe, todo se me derrumbaba por las consideraciones de mi mujer. Resolví, entonces, por primera y única vez en mi vida no hacerle caso a ella. Ensayé, allí, en el baño, la mejor sonrisa para Rafael y el mejor abrazo para Raúl. Me hice el propósito de no reclamarle a Daniel lo de las millas marinas. Y a Nico, lo trataría con la confianza del paisanaje.
Pero quedaba el inconveniente del inglés para entenderme con Barack. En voz alta comencé a repasar, bajo la regadera, el to be, con el que no batallaba desde el bachillerato. En esas estaba cuando sentí el grito de mi mujer que me decía: “¿Soñando en inglés? ¡Lo que faltaba! Un bilingüe en la cama”. Me desperté, turulato, sin haber podido ir a la Cumbre.