La JEP tiene una doble falla de legitimidad en su origen y de ahí provienen el grueso de los problemas: la primera tiene su fundamento en que proviene de un acuerdo entre las Farc y Santos cuyo contenido e implementación fueron rechazados en el plebiscito de 2016; la segunda se basa en que la JEP supuso quebrarle el espinazo a la rama judicial, creando un órgano paralelo, independiente y autónomo, sin ninguna relación con el sistema existente de administración de justicia y cuya conformación fue arbitraria, caprichosa, por una mayoría de extranjeros, que no se sujetó a los principios básicos de inhabilidades y conflictos de interés y que, como resultado, está claramente escorada a la izquierda.
Para intentar mitigar en algo esa ausencia de legitimidad de origen, la JEP debería hacer un esfuerzo aún mayor para construir legitimidad en el ejercicio de sus funciones. Eso, sin embargo, no ocurre. Por un lado, la JEP sufre de todas las dolencias de la justicia ordinaria que, se supone, debería evitar como órgano nuevo: burocracia excesiva, clientelismo, amiguismo en los nombramientos, gasto ineficiente, intrigas políticas, enfrentamientos entre bandos internos y, como si fuera poco, serios problemas de corrupción. Por el otro, la JEP aparece no como un órgano que imparte justicia de manera imparcial sino como uno que tiene por doble tarea la de favorecer a los miembros de las Farc y apretar con dureza a los miembros de la Fuerza Pública, instigando la delación de subalternos contra sus superiores.
La justicia transicional, en todo caso, por benigna y favorable a los victimarios que sea, no puede dejar de ser justicia. Por eso, para algunos de nosotros, la ausencia de penas privativas de libertad, así sea mínima y en condiciones de reclusión favorables, supone la citada impunidad de facto, más allá de la apariencia de sanción al establecer penas simbólicas. En todo caso, si la “paz” exige no proporcionalidad en las penas, no puede exigir impunidad. La impunidad es la partera de nuevas violencia, tanto porque incita a la venganza como porque invita a la repetición, por los mismos criminales o por terceros, de nuevas conductas delictivas que, se sabe de antemano, no tendrán sanción efectiva.
En todo caso, si se renuncia a sanciones de privación de libertad, las penas simbólicas deben ser establecidas con rigor y su cumplimiento debe ser estricto. Y en todo caso es inaceptable extender los beneficios a conductas ocurridas después de la firma final del acuerdo. La lógica de “la paz” no puede cobijar nuevos delitos y no debe fomentar la reincidencia que, además, es la violación reiterada de los derechos de las víctimas y el incumplimiento del deber de no repetición al que se comprometen los criminales beneficiarios. Las decisiones de la JEP en materia de extradición van en directa contravía de estos principios.
Que la justicia transicional de la JEP requiere, en todo caso, ser justicia, supone por tanto que la razón última de la motivación de sus jueces debe ser esa, la justicia, y no “la paz”. Cuando los jueces transicionales ponen “la paz” como motivo último de sus decisiones, traicionan su papel y dejan de ser jueces para fungir de comisarios políticos.
Por último, el triunfo del NO en el plebiscito y las mayoritarias votaciones populares en las parlamentarias y las presidenciales por candidatos que propusieron modificaciones a la JEP dan legitimidad democrática a quienes pretenden tales cambios. La resistencia sistemática de la izquierda y el santismo a esos cambios y la posición de las Cortes de impedir, a todo costa, cualquier modificación, solo invita a que los ciudadanos burlados en su ejercicio democrático, frustrados y enojados, busquen e impulsen mecanismos alternativos que permitan los cambios y, de paso, cambien también a los jueces coludidos políticamente. Ese es el origen del referendo aprobatorio que se extiende como fuego en las redes.