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Columnistas
Identidad, nostalgia y olvido
“Nuestros muertos nunca mueren del todo mientras alguien los recuerda.” — Isabel Allende
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Viernes, 9 de Mayo de 2025

Con el paso de los años y el asomo de una senectud que avanza sin pausa, solemos cargar un equipaje casi vacío, que se llena con recuerdos, nostalgias y la lucha constante contra el olvido. Es una rúbrica de identidad dialectizada, que muta sin perder raíz y se manifiesta de distintas formas. Una de ellas son los sueños.

Soñé que volvía a mi pueblo, a mi barrio, pero algo no estaba bien. No era el lugar que yo recordaba, ni siquiera el que conocí. Era más viejo, más callado. Caminaba por calles que parecían de otra época. Hablaba con la gente, pero nadie me respondía. Como si estuviera allí… sin estarlo. Las calles eran similares, pero no del todo. La arquitectura tenía un aire pretérito, anterior incluso a mi infancia, como si en vez de regresar a mis años, hubiese caído en los de mis ancestros. Recorría esquinas, casas de bahareque, y todo estaba teñido de una vestimenta alegórica al barro colorado. Pero había una calima que no era solo del sueño, sino también de la memoria.

El sueño me estremeció. Me vi como un fantasma que busca tener contacto con los vivos. Entonces me pregunté: ¿qué nos queda del lugar donde nacimos cuando ya no vivimos allí?

En ese discernimiento, abrazo la idea de que los sueños son territorios de la nostalgia. Como decía Eduardo Galeano: “quizás la nostalgia sea la forma más profunda de presencia”, esa forma de fidelidad al tiempo y al espacio que nos forjaron. Y, sobre todo, a las personas con quienes trazamos lazos indelebles de comunidad, amor, solidaridad y momentos que, como un film, se tatúan en una cadena imborrable de la memoria. Como decía Borges, “el tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río”.

Sin embargo, la nostalgia también es conflictiva: entre una realidad presente y un “paraíso perdido”, o más bien transfigurado por la ansiedad de volver a donde ya no se puede regresar. No se trata de una dimensión física, como entiende la consciencia primitiva, sino de una relación temporal no lineal, de un pasado recreado por la animosidad del corazón y un futuro que tiende un puente para preguntarnos: ¿y ahora quién soy?

¿Un extranjero que habita el territorio de la nostalgia? ¿Un hijo adoptado por la atemporalidad de sus emociones? ¿Un viajero que debe llenar constantemente su equipaje para ir reconociendo su identidad? ¿O quizás todos al mismo tiempo?

También soy de aquí, de estas montañas, del páramo, de la frontera ambigua, porosa, alegre y telúrica. Soy de nuevos recuerdos y nostalgias, de solidaridades, amores y odios; con mis muertos de antaño, de ahora y de mañana. Y entonces me vuelvo a preguntar: ¿y ahora quién soy?

Soy, con certeza, todo aquello que construyo y amalgamo en mi corazón. Aunque no alcance a entenderlo todo, puedo enunciar, desde algún lugar de la consciencia, que soy todo eso y más. Tal vez esa certeza sea un antídoto contra el olvido, que llegará, sin duda, con la marcha incansable del tiempo y con la mano tendida de la parca.


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