Se encontraron al finalizar la carrera, en París. Era un mediodía caluroso, pero el ambiente era de fiesta. A lo largo de los Campos Elíseos había banderas de todos los colores, con símbolos distintivos de diferentes países, pero la que más abundaba y la que más alto se movía con el viento, era la colombiana que, orgullosa, ondeaba sus tres colores ante camarógrafos, fotógrafos, aficionados con celulares, drones y mucha gente que no se cansaba de aplaudir.
Recostada a la tribuna, una bicicleta flaca, liviana y con señales de agotamiento en sus llantas, pedales y manubrios, se sobrepuso a su cansancio y alzando la voz por encima del Arco del Triunfo y de la Torre Eiffel, dijo con profunda emoción patriótica:
-Hoy es el día más feliz de mi vida. Hoy le he dado a Egan el triunfo en el Tour de Francia.
La gente seguía llegando, con aplausos, música y ruidos, como en fiestas de pueblo. Había de todo: abrazos, lágrimas y risas y hasta champaña para botar a lo alto y bajo de los asistentes.
En un receso de los aplausos y los cantos, se escuchó la voz de otra bicicleta que por allí andaba, sintiéndose partícipe de la celebración, contestándole a la que había gritado.
-Mérmele al entusiasmo, mi querida amiga, que muchos y muchas tenemos parte de este triunfo.
La que hablaba era una bicicleta robusta, descansada, de llantas gruesas, de las que se usan en el ciclomontañismo. Se le veía por encima que venía de la tierra de la sal y de las flores, Zipaquirá.
-Miren quién habla –volvió a decir la flaca, en la que Bernal acababa de conquistar a Francia.- -Si no hubiera sido por mí, Egan no estuviera celebrando su gloria de campeón.
Un chorro de champaña les llegó a las dos, desde el podio, donde unas hermosas chicas le daban picos insulsos, reglamentarios, desapasionados, al muchacho campeón.
-Primero fue sábado que domingo- replicó la montañera-. Conmigo saboreó las primeras mieles del triunfo. Yo lo llevé a la gloria de campeonatos nacionales e internacionales de ciclomontañismo, cuando nuestro entrenador era el gran amigo de Egan, Sergio Avellaneda. Conmigo aprendió a ganar laureles. Conmigo aprendió lo que es eso de andar horas y horas pedaleando, sin tiempo ni para ir al baño. Yo lo enseñé a que no se engrandeciera en las buenas, ni se rajara en las malas. Sergio y yo fuimos sus maestros. Y por eso Egan está aquí con su camiseta amarilla como la de los futbolistas, como el sol de Colombia, como los arreboles de nuestras tardes caribeñas y andinas. Pero usted qué va a saber de eso, si es una aparecida, una recién llegada.
Cuando la otra le iba a responder, sonaron las notas del Oh Gloria inmarcesible, y debieron cesar su disputa para unirse a la voz de millones de colombianos que en el mundo entero presenciaban cómo la gloria descendía sobre la cabeza de un muchacho menudo, de origen humilde, hijo de un vigilante y de una vendedora de flores. Las dos bicicletas, la gorda y la flaca, la de montaña y la de ruta, se miraron, sonrieron y se abrazaron, que para algo debe servir nuestro glorioso Himno Nacional.