
En honor del gato Socks (Calcetines), el primero en enterarse de que su mascota el presidente Clinton había sido infiel en la Casa Blanca, fue creado el día internacional del felino. Hay concentrado y mesa libre para todos el 20 de febrero y siguientes.
Socks vivió siete vidas y 20 años, en pésimas matemáticas el equivalente a 140 en la monótona existencia de cualquier hijo de vecino.
Se había retirado de la vida pública cuando los Clinton entregaron las llaves de la casa. Cual diva del cine mudo, se asiló en el olvido en su refugio de Hollywood donde vivió hasta el final con Currie, secretaria del presidente.
Viudos de poder, Currie y Socks sumaron soledades, lealtades y nostalgias y vivieron el uno para el otro. Ambos tuvieron la sensatez y la inteligencia de entender a tiempo que había pasado su protagónico cuarto de hora. Los gatos no tienen vocación de expresidentes colombianos cuyo protagonismo dura más que el rencor.
Socks acompañó a la familia Clinton desde cuando el cabeza de familia, Bill, ocupó la gobernación de Arkansas. Muchos deslices contra el sexto mandamiento (sí fornicar) le pilló a quien le pagaba concentrado y medicina prepagada. Calló siempre sobre las debilidades del macho alfa gringo. “No soy delator”, fue su divisa tomada de un tango de Larroca. Discreción, Socks te llamaría.
Había adoptado a los Clinton – no al revés- por felina coquetería con Chelsea, hija única del “mártirmonio”.
Pasará a la historia como el gato más fotografiado. La CIA y los asesores de imagen del mandatario le recomendaron no aparecer en compañía de Socks porque los reporteros preferían retratar a su “tigre en miniatura”, domesticado por primera vez hace 9.500 años. Desde entonces, procuran no hacer un carajo. Cuestión de principios.
Clinton nunca logró ocultarle el sol a su minino que desde hace años es bostezo de eternidad, a la que penetró sobre sus cuatro patas, silenciosas como alfombras para no incomodar.
Cuando los fotógrafos ametrallaban al displicente Socks, éste les respondía con un desdén clonado del gato de las mellizas Arias (¿o Marta Pintuco?) que el pintor Fernando Botero puso a vivir en uno de sus cuadros, pintado en agradecimiento a prostíbulos del Medellín del ayer donde perdió la ingenuidad, uno de los nombres de la virginidad.
Los gatos (ojalá negros) traen buena suerte y aumentan la clientela horizontal de estos paganos lugares.
Como los presidentes made in Usa, Socks no tuvo amigos sino intereses. Amigas sí tuvo. Entre gatas también hay arribismo. Adoran acostarse con el poder. Para impresionarlas, su anfitrión las invitaba a Blair House, donde pecan los mandatarios made in Usa. Y sus mascotas. Allí hacían el amor y… gaticos, claro.
Como todos los de su especie, Socks, vivió en vacaciones perpetuas. Nunca se dio el lujo subalterno del estrés. Todo le resbalaba.
Protestó cuando se enteró de que en Washington una entrenadora les enseña a los gatos oficios menores propios de perros, como delatar la presencia de advenedizos en casa. O a detectar terremotos.
Semejante exabrupto contra el ADN del colectivo gatuno, acostumbrado a la vida fácil, aceleró el colapso final. Réquiem por Socks quien se merece la ola.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion .