Complicado y confuso está el escenario del país, en un mundo que está patas arriba. Mientras que todos los indicadores económicos se deterioran rápidamente, la bolsa del gobierno se abre para repartir subsidios a diestra y siniestra, en medio de la caída del empleo y de las exportaciones, del comercio, la industria, la vivienda de interés social, y la subida de la informalidad laboral y del rebusque para sobrevivir; se dispara la inseguridad urbana y no cede la rural; caen las utilidades de Ecopetrol, la vaca lechera del Estado, a la que se le está secando la leche. Y para redondear, la Corte Constitucional acaba de tumbar una parte significativa de los ingresos establecidos en la reciente reforma tributaria, al determinar que el valor de las regalías pagadas por las petroleras, son un gasto y no un ingreso suyo; este es de la nación.
En toda esta confusión, hay un punto claro y es que el alma, casi que la obsesión del gobierno, es un estatismo elemental y pasional que, con el Presidente como su principal vocero, ve en las empresas y los empresarios la encarnación del mal, de la avaricia y la inhumanidad, que deben ser arrinconadas; todo lo que provenga de esa orilla debe ser rechazado e inclusive perseguido y lo estatal , recibirlo "sin desempacar"; en ese contexto, un acuerdo nacional, como el que Petro con alguna frecuencia vagamente menciona - compárenlo con lo que Massa está ahorita proponiendo para Argentina -, suena como un mal chiste. Las últimas cifras del Dane, que no es controlado por la oposición, muestran que la economía no está creciendo, sino decreciendo.
El gobierno de palabra sostiene, algo que es rigurosamente cierto pero que, con sus decisiones cotidianas desconoce olímpicamente, y es que las poblaciones, salvo en situaciones excepcionales y temporales, no deben depender de las transferencias monetarias del Estado. Son recursos públicos para financiar los servicios públicos de salud, de seguridad y cuidado de la naturaleza, de justicia y educación, y los proyectos de inversión productiva y social, necesarios para la construcción del país que muchos reclamamos. Inversiones que generan empleos, producción y las obras materiales necesarias para las comunidades y la economía. Algo bien distinto del simple reparto de los dineros públicos, en forma de subsidios, sin ninguna capacidad de impulsar el proyecto transformador, por el cual muchos colombianos votaron por Petro.
Enfrentado a unos desafíos que no dan espera y ante la incapacidad del gobierno de trazar y adelantar las políticas de cambio que urgen, la salida fácil es ofrecerles plata a los diferentes actores. Ante la violencia y el galimatías de una paz total, ofrecerle al ELN un auxilio para que firme una paz etérea; ante la deforestación en curso, darles a los campesinos un ingreso básico que anteriormente, era el pago por su tarea de guarda bosques; lo más increíble, entregarles a los jóvenes un ingreso para que no maten, aunque han tratado de modificar la presentación de la propuesta, su sentido no cambia. Y mientras tanto, la base económica que sostiene el edificio de la sociedad y del Estado, permanece debilitada y agrietada.
La última salida de nuestro Presidente es su idea, que no es nueva, de desmontar la regla fiscal, para liberar el gasto público. El problema no está en dicha regla, sino en el gobierno empleando los dineros del Estado, en repartir subsidios, con la esperanza de obtener retribuciones políticas de corto plazo, y no en las inversiones social y económicamente productivas para nuestro desarrollo presente y futuro y para dinamizar a la lánguida economía. Por ese camino facilista no se resuelve el problema del país, que, además genera inflación, porque aumentan los pesos para gastar, pero no los bienes básicos para ser adquiridos, alimentando la inflación con sus efectos social y económicamente negativos. El problema es el populismo inmediatista del gobierno, más preocupado por su negro horizonte político, que por la prosperidad de Colombia.
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