Hace ya muchos años, treinta, cuarenta, no logro precisarlo, me metí en Bogotá a la Superintendencia Nacional de Cooperativas. Quería hablar con el Director nacional.
Así se lo dije a la secretaria, quien de inmediato, me dio la consabida respuesta: “El doctor está en junta, no puede atenderlo”.
La mañana era fría, afuera y adentro. La secretaria era bonita. Entonces se me ocurrió una fórmula salvadora: “Es que yo vengo de Cúcuta y no puedo devolverme sin haber hablado con el doctor”.
La fórmula hizo efecto. La muchacha me sonrió. Me ofreció un tinto. “Voy a ver si se puede retirar un momento de la Junta”, me dijo, mientras se perdía por una puerta privada.
A través de los cristales vi que la neblina de la calle comenzaba a evaporarse.
-A la orden –me dijo un joven ejecutivo, de camisa blanca y cuello almidonado. Lucía una corbata roja y una sonrisa ancha y un traje de corte pamplonés, pensé yo. Me sonrió sin conocerme. Me dio la mano y supe que algo nos unía.
-¿El doctor Juan Manuel? le pregunté tímidamente.
-Sí, Juan Manuel Ramírez Pérez, a la orden –me contestó con afabilidad de viejo conocido.
- Se supone que si uno va a una oficina de cooperativas es para hablar de cooperativismo. Pero yo no. Yo iba en busca del poeta.
-Es que yo también escribo versos –le dije con voz temblorosa de mercedeño metido en la capital.
Fue como si hubiera dicho “Ábrete sésamo”, porque de inmediato se me abrió el despacho, se me abrieron libros y se me abrió el corazón de Juan Manuel.
Sin saberlo, me vi metido entre las hermosas páginas de su primer libro de poemas, Ileso albedrío, mientras él hojeaba mi cuaderno manuscrito de lo que después sería mi Oficio de caminante. Se fueron las horas, hablamos de poesía, tomamos mucho tinto, Juan Manuel se olvidó de la Junta y y a mí me dejó el avión.
Pero no me importó. Había hecho la amistad de un gran escritor y había ganado un libro, su libro, con una dedicatoria premonitoria: “Con la certeza de que el futuro estará acercándonos”.
En efecto, el futuro nos acercó. Ambos somos enamorados de la poesía y de la vida, ambos somos columnistas de La Opinión y ambos somos miembros de la Academia de Historia de Norte de Santander. El poeta nos salió profeta.
Recordaba todas estas incidencias, la semana pasada, cuando, en la Fiesta del Libro, asistíamos a la presentación de su colección de sonetos, Huellas cifradas, hermoso libro que recoge muchas de sus andanzas por diversos rincones de la tierra y de corazones y de manos amistosas.
Juan Manuel Ramírez Pérez es amante del soneto, esa difícil expresión que sólo los verdaderos poetas son capaces de componer. Ya en aquel viejo e Ileso albedrío, tiene dos o tres sonetos. Después publicó el libro Sonetos, donde aparecen en primer lugar sonetos de su padre, Augusto Ramírez Villamizar.
Con esa herencia quién no. Con esa herencia y con su dedicación estudiosa y con su constancia de poeta, se dio el lujo de enseñarnos a don Quijote de la Mancha y a Sancho, en sonetos de contextura clásica. Y ahora nos muestra sus Huellas Cifradas. Huellas de sangre, de amistad y del paisaje. Huellas para toda la vida de Juan Manuel, uno de los más grandes escritores actuales de Norte de Santander.