Faltaban cinco para las doce, el año iba a terminar y yo iba corriendo para mi casa a abrazar a mi mujer, cuando en el parque cercano vi a un viejo vestido de harapos, luchando por quitarse unos alambres, como si se hubiera escapado de un secuestro.
La pólvora que ya había empezado a sonar por montones y La víspera de año nuevo, que sonaba a todo taco en todas las casas, lo ponían más nervioso.
Me detuve porque su cara se me hizo lejanamente conocida. Entonces el harapiento me dijo con voz suplicante, cercana al llanto:
-Ayúdeme, jovencito, y lo nombro en el puesto que quiera.
Me dieron risa las promesas que hacen los que están a punto de estirar la pata, pero el cura en la misa de esa noche nos había hecho jurar que hiciéramos una obra de caridad antes de terminar el año, además el viejo me había dicho “joven”, y eso había que retribuírselo de alguna manera.
-Está bien, ¿qué quiere que haga? Pero le advierto que tengo poco tiempo porque si me cogen las doce por fuera de casa, mi mujer me cantaletea y no quiero comenzar el año nuevo cantaleteado, como siempre.
Éste es uno de mis propósitos de este año: no dar papaya.
-Yo también tengo prisa –me dijo el desgraciado-. Si terminan de sonar las doce campanadas y usted no me ha soltado, ni me ha sacado la recámara, los morteros y voladores que llevo aquí adentro, usted y yo volaremos como Ricaurte en San Mateo.
Así que el tipo era estudiado, o por lo menos sabía historia. Fue cuando lo miré detenidamente y un terror se apoderó de mi persona, como dicen los periodistas.
-¿Usted quién es? –le pregunté, tratando de soltar un alambre de púas con el que le sostenían el calabazo que le servía de cabeza.
-Yo soy el presidente.
-¿Santos?
-El mismo.
-¿Y qué hace por aquí, y en esas condiciones?
-En Cúcuta no me quieren dizque por mi amistad con Maduro, que dizque por culpa mía la ciudad se les llenó de venecos y de putas baratas, y porque dizque le entregué el país a Timochenko, y por los impuestos, y por algo que llaman mermelada y por el salario mínimo. Puras calumnias de Uribe y de sus borregos.
-Con todo respeto –le dije, mientras desarmaba la recámara, que llevaba como intestino, -pero no es sólo en Cúcuta donde no lo quieren. Es en todo el país.
En ese momento empezaban a sonar las doce campanadas y los locutores se quedaban sin voz de tanta gritadera y la pólvora estallaba en el cielo nublado y en los barrios quemaban otros Añoviejos.
-Listo, presidente –le dije cuando le saqué la pólvora-. Ya no tiene peligro. Nadie lo va a quemar.
-¿Gracias, señor (no me dijo jovencito). Le puedo pedir un último favor?
-Diga, a ver.
-Que me lleve a su casa y me regale una ropita para cambiarme estos harapos.
-Ni lo sueñe, señor Santos. Ya le dije que uno de mis propósitos es no dar papaya este año, y donde mi mujer me vea llegar con usted, es capaz de que me echa de la casa. Lo único que puedo hacer es darle unos pesitos para que coja buseta hacia el Grupo Maza. Allá lo uniforman y lo llevan en helicóptero hasta el Palacio de Nariño, y chao, el amigo.
-Está bien, pero dígame su nombre para mencionarlo ahora más tarde en mi discurso de año nuevo.
-Ni se le ocurra, mi don –le dije-. No me haga ese daño. Mis amistades no me lo perdonarían. Pero no se le olvide la promesa que me hizo.
-Promesa, ¿yo?
-Sí, lo del puestico. Me gustaría aunque fuera un ministerio por estos meses que le faltan, o consígame un cupo en el Senado sin tener que ir a elecciones.
-Mire, señor, este estrés y esta angustia y esta terronera, me han hecho perder la memoria. Otro día será- Y le sacó la mano a una buseta.
Cuando le conté a mi mujer lo que me había sucedido con el presidente, me miró por encima de las gafas, torció la boca y me dijo con cierta conyugal consideración:
-A usted como que el trasplante de riñón le alborotó la imaginación. Y, a propósito, ¿con quién andaba, que no pudo llegar antes de las doce?