Me escribe una amiga recién llegada de Venezuela, pero cucuteña ella, (de aquellas personas que se radicaron en el vecino país cuando el bolo estaba por las nubes, pero que salieron corriendo a buscar su tierrita cuando el bolo marcó calavera), para decirme que la estaba pasando muy feliz en su hamaca, debajo del palo de mango de su vieja casa paterna en Cúcuta. Cuarentenas así, me dijo, que se vengan las que sean.
Y la verdad, me da una envidia del carajo. Aprendí con Astete que la envidia es un pecado mortal, de los que lo mandan a uno derechito pa´la paila gocha, de los que a los curas del otro día les gustaba confesar para imponer un cartapacio de padrenuestros y avemarías.
Afortunadamente, ya los curas de hoy no mandan penitencias. Con un “vete y no lo vuelvas a hacer”, al estilo de Jesús a la pecadora de Magda, lo arreglan a uno. Eso me gusta.
(Entre paréntesis, lo malo de las confesiones de ahora es que ya no existen confesonarios, que permitían disimular la vergüenza por ciertos pecados enrojecedores, a través de la tela de la ventanita por donde uno se confesaba. Ahora la cosa es de frente y a uno, pecador arrepentido, le toca mamarse la mirada acusadora del reverendo. ¡Pa qué más penitencia! Fin del paréntesis)
Me da una envidia pecaminosa –decía- con mi amiga, porque me la imagino tardes enteras zarandeándose en la hamaca, debajo de la fresquedad del mango y al vaivén de la suave brisa que viene del río, en nuestras inolvidables tardes cucuteñas.
Yo soy, desde pequeño, amigo de las hamacas. Mi cuna fue un maquero, una especie de canasto alargado hecho de bejucos, que colgaban de una viga (las casas de ahora no tienen vigas, y a los muchachos de ahora no los mecen en maqueros), y de allí me pasaron a una hamaca. De modo que mi primera infancia transcurrió entre vaivenes y canciones de aquellas: dormite mi niño, dormite ya, que ahí viene el coco y te comerá.
Fui creciendo al lado de la hamaca, y me acostumbré a ella hasta sentirla parte de mi vida. Siempre en mi casa hubo hamaca y en la casa del nono Cleto Ardila y en la casa de mis tíos. Estoy seguro de que mis primos aprovecharon la hamaca del nono para muchas de sus aventuras amatorias, cuando el nono no estaba en casa. Hubo un tiempo en Las Mercedes en que no faltaba la hamaca en cada hogar. Primero hamaca que mujer. Cuando alguien se iba a casar, lo primero que el suegro preguntaba era: ¿Pero sí tiene hamaca pa su mujer?
Cuando formé rancho aparte, me llevé mi hamaca. Mis hijos, como yo, sintieron su inigualable bamboleo de pared a pared, y, como yo, también se dieron sus marranazos al dejarse caer de ella.
La hamaca es compañera, es consejera, es amiga, es cómplice, es hermana. En momentos de lectura, nada mejor para hacerlo, que la hamaca. En momentos de soledad y abandono, allí está la hamaca. En ratos de alegría, nada mejor que la hamaca. Hay furrusca con la mujer o el marido, a dormir a la hamaca. En momentos de amor, ahí está la hamaca, aunque el riesgo de un totazo sea mayor. Y si no hay con quién, pa la hamaca, mijo o mija.
Desafortunadamente a mí me agarró esta cuarentena sin hamaca. Por eso digo que envidio a mi amiga. Envidio sus tardes y sus noches, cuando el calor la debe sacar del cuarto y ella, feliz de la pelota, correrá a refugiarse en la ternura de su hamaca, debajo del mango.
Sin embargo, sufro por ella y por sus ñatas, cuando, en época de cosecha, le caiga un mango en la cara, le tuerza la nariz y le mande el sueño pal carajo. Y me preocupa, ahora que se habla del coronavirus y del murciélago, porque a los murciélagos les gusta dormir colgados de los árboles. Y me preocupa por los duendes que suelen acomodarse en las partes altas de las casas a velar el sueño de las mujeres, sobre todo si duermen despiyamadas en hamacas y en el patio.
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