
Es como si en el ADN norteamericano hubiera un gene que los impulsa al aislamiento, expresado en su creencia, bastante generalizada, que América es un todo geográfico y autónomo y que el resto del mundo no tiene un valor distinto a ser el mercado para sus productos. No hablan de Estados Unidos sino de América a secas, no se denominan a sí mismos estadounidenses sino americanos.
En plata blanca, han creído que el continente americano es para los americanos (del norte) y lo han cuidado como su propiedad, como su coto privado de caza, para que nadie (Europa…) meta sus narices. Esta posición en buena medida se origina, en que la actual Norte América se conformó a partir de territorios aislados entre sí, organizados y administrados por sus habitantes, en el marco de los town halls, cuya alma y motor era y son las comunidades, que todavía son centrales en la vida del país.
En ese país de extensión continental, en sus dos costas vive una élite intelectual y cultural que entiende el mundo y el papel de su país en él; pero en su interior, se encuentra una Norteamérica bronca, elemental e ignorante, convencida de que es el ombligo del mundo, al cual nada le debe. Trump es el vocero de esa América profunda.
Por su falta de perspectiva histórica, no entienden la realidad del mundo de hoy, donde ya los Estados Unidos no tienen el potencial y el poderío económico de hace medio siglo, cuando el meridiano de la economía y el poder occidental, pasaba por ese país. Mientras tanto, la China de Mao se debatía en un gigantesco conflicto interno que, en los años sesenta, desembocó en la llamada revolución cultural, nacida del afán de Mao de imponerle un marxismo extranjero a centenares de millones de chinos, muy pobres económicamente, pero con una cultura y una organización social, más que centenaria, milenaria, con fuertes raíces confusianas, que chocaban con una ideología occidental trasplantada.
De esos años de turbulencia, saldría una China (¿marxista confusiana?) que finalmente camina hacia su desarrollo, tanto que hoy, medio siglo después, le disputa a Estados Unidos la vanguardia mundial del progreso; va rumbo a ser la primera potencia de un mundo donde Occidente y Oriente se ensamblarían. Europa está en mora de ubicar su puesto en el nuevo escenario y Rusia está apresada por sus añoranzas zaristas.
Atrás quedaron los tiempos cuando Estados Unidos eran la gran y única potencia económica en occidente, el motor de la industria que, hasta los setenta del siglo pasado, tenía a medio mundo como el mercado para su producción y podía darse el lujo de venderles a los otros países más de lo que les compraba, generando un creciente déficit comercial que obligaba al gobierno norteamericano a prestarle a los otros países, para que pudieran comprarle sus productos. Mientras tanto, los chinos aumentan y diversifican su capacidad productiva, cubriendo la gama de la oferta, desde los bienes de consumo masivo, hasta los más sofisticados, de punta tecnológica. Son el nuevo principal motor de la producción mundial, proveedores de un mercado ávido de bienes.
Ya en los setenta el presidente Nixon había empezado a hacerle frente a la nueva realidad norteamericana, con un dólar debilitado, que la Reserva Federal emitía irresponsablemente para tapar su déficit comercial con los otros países, el cual aumentaba, a medida que su capacidad productiva disminuía. La primera economía de occidente empezó a vivir en déficit, con su capacidad productiva nacional decreciente, mientras que sus industrias se relocalizaban en otros países.
Es esta la situación que Trump ahora quiere cambiar abruptamente, subiendo aranceles para encarecer las importaciones de Estados Unidos y facilitando la instalación y, en muchos casos, el regreso de las empresas manufactureras al país. Su sueño, es revivir la economía manufacturera norteamericana de los sesenta y setenta. Vana ilusión, pues ya en el mundo, son otros el poder y la tecnología que en él se desenvuelven; y la historia no tiene reversa. Trump no logrará su imposible objetivo y por el contrario, acabará abonándole el camino a un nuevo orden mundial, cuyo centro ya no será norteamericano
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