Los que somos del campo aprendimos a sembrar yuca y plátano, café y cacao. A sembrarlos, cuidarlos, cosecharlos y recolectarlos. Pero no aprendimos a sembrar agua. ¡Qué falla!
Los campesinos de hoy cambiaron el plátano y la yuca y el café y el cacao por cultivos de marihuana, coca y amapola. Pero tampoco aprendieron a sembrar agua.
Los que estudiamos en instituciones rurales aprendimos a sembrar lechuga y repollo, tomate y rabanitos. Del buen rendimiento de nuestras eras, dependía la nota de Agropecuarias. Pero no nos enseñaron a sembrar agua. ¡Qué vaina!
Los que estudiaron en las Escuelas Vocacionales aprendieron a sembrar toda clase de cultivos, de modo que sirvieran de ejemplo para la comunidad. Lo malo es que ellos tampoco aprendieron a sembrar agua.
Los que nacieron y viven en las ciudades no aprendieron a sembrar nada, ni siquiera rosas, ni ecsoras, ni sábila. De eso se encargan las mamás, que todo lo hacen y todo lo saben. Y sin embargo, tampoco ellas aprendieron a sembrar agua.
Digo todo esto porque en los actuales momentos de escasez y de sequía, qué bueno sería que supiéramos sembrar agua.
Si hubiéramos sembrado agua, no estaríamos, como estamos ahora, mirando cómo se secan nuestros ríos, sin que tengamos a mano el modo de volver a llenarlos de agua.
Si hubiéramos aprendido a sembrar agua no estaríamos haciendo rogativas para que llueva, sabiendo que Dios nos ayuda, pero también castiga nuestro maltrato a la naturaleza.
Si hubiéramos aprendido a sembrar agua, no estaríamos temblando de culillo por la inminencia del racionamiento. Habría agua en abundancia, y los ríos, las quebradas y los caños estarían repletos de agua y de peces y de vida.
En mi infancia, que ya va siendo lejana, conocí a un sembrador de agua. Se llamaba Cecilio Luna y vivía a la salida del pueblo, donde comienza el camino que va de Las Mercedes hacia Sardinata.
“Punta arrecha” llamaban esa esquina porque los domingos al atardecer, cuando los campesinos guarapiados regresaban a sus parcelas, allí se formaban trifulcas de donde, por lo general, un contrincante salía para la cárcel y el otro para el cementerio.
Cerca de Punta arrecha Cecilio tenía un solar grande, con pinta de bosque, lleno de árboles gigantescos y frondosos. En el fondo del solar, al pie de una ceiba y un caracolí, brotaba un nacimiento de agua cristalina, del que se surtían Cecilio Luna y las familias vecinas, a falta de acueducto en el pueblo. De la quebrada vecina y de otros caños que atravesaban el caserío, la demás gente sacaba el agua.
Nuestra casa colindaba con la de Cecilio, de manera que también nos surtíamos de aquella fuente. Alguna vez le pregunté por qué ese nacimiento no se secaba. Me contó el secreto:
“Yo sembré esa agua –me dijo-, en un calabazo verde con agua revuelta con azogue. Cuando el calabazo se pudrió, al cabo de varios años, comenzó a brotar un hilillo de agua. Las raíces de estos árboles hicieron el resto, por la humedad que allí se concentra. Mientras existan los árboles, tendremos agua”.
Dicho y hecho. Cuando Cecilio murió, la viuda vendió el solar, los árboles fueron cortados para dar paso a nuevas construcciones y la fuentecita se secó. Muy pocos recordarán en Las Mercedes que, en Punta arrecha, donde la gente se mataba a machete, también había una fuente de vida: el nacimiento de agua, sembrada por Cecilio Luna.