Sus amigos cercanos le dicen Tomasito, y él sonríe con una sonrisa mitad de complacencia y mitad de modestia. Porque Tomás Wilches Bonilla no se las da. Hace las cosas con la convicción de que las hace bien y eso lo llena de satisfacción.
Habla con orgullo de “su tierrita”, Arboledas, como yo hablo de la mía, Las Mercedes. Y en ocasiones, en ratos de ocio y lengua, nos ponemos a hablar de los valores de nuestros dos pueblos, que resultan parecidos: ríos cristalinos, montañas verdes, extensos cultivos, gente verraca p’al trabajo y carreteras de hueco y barro.
Pero en lo que sí nos llevan una papita es en los personajes del pueblo: Tienen un arzobispo para mostrar, y nosotros, de curas y diáconos no pasamos. Tienen gobernador, y nosotros apenas alcanzamos a policías y alcaldes. Tienen músicos y compositores famosos como Arnulfo Briceño, y nosotros nos quedamos con carrangueros. Tienen poetas de talla grande como Ofelia Villamizar Buitrago y Serafín Bautista Villamizar. Docentes universitarios. Profesionales por montones y etcétera y etcétera.
Y entre todos ellos destaco a mi gran amigo, Tomás Wilches Bonilla, campesino, trabajador y emprendedor. Por aquellas cosas de la vida fue a dar a Bogotá y allá se encarretó con la educación. La educación propia y la de los demás. Cursó su bachillerato ya pasadito de años porque su juventud la pasó entre cafetales y siembras y cosechas. Cuando reunió algunos pesos en Arboledas, tirando azadón y pala, se dio cuenta que esa no era su vida. Y en busca de mejor futuro fue a dar a la capital.
Se enamoró, hizo hogar, fundó un colegio en Bogotá, le iba bien, pero un día le entró la nostalgia “por la tierrita” y a Cúcuta vino a dar. Fundó un Instituto y a él se dedicó por entero. Pero el hombre no se conforma con nada. ´De pronto le entró la ventolera del Derecho y se hizo abogado cuando ya pintaba algunas canas y sus hijos estaban grandes. No faltaron los que se burlaban de Tomás porque lo veían entrar al aula en compañía de sardinos. Era el más aplicado, el más juicioso, el que jamás faltaba. Para él no había viernes de tomata ni fines de semana desjuiciados. Sabía que la universidad y su esposa lo llevaban cortico.
Tampoco se quedó quieto cuando se graduó. Se fue a Barranquilla, hizo convenios con el dueño de la Universidad Simón Bolívar, José Consuegra Higgins, y montó aquí una regional. El país le debe a Tomás y a la Simón Bolívar, extensión Cúcuta, la presencia de numerosos profesionales, egresados de Cúcuta, que han puesto en alto el nombre de la institución, de la ciudad y del departamento.
Mediante otros acuerdos, se retiró de la Unisimón y tampoco se quedó quieto. Fundó otra universidad, la Autónoma del Norte, que acaba de ser aprobada por el Ministerio de Educación. La brega es dura y seguramente le falta mucho para echar a andar su nuevo sueño. Pero ahí están doña Miryam, su esposa, y sus hijos Jacqueline, Miryam, Sandra y William, quienes siempre están a su lado, apoyándolo y caminando ese camino duro de la enseñanza. Entre todos, la cosa es mogolla.
Es otra obra grande de Tomás Wilches por “la tierrita”. Con nadadito de perro y con su corazón lleno de generosidad, nos está regalando a Cúcuta y a Norte de Santander, una institución superior, que brillará en todo el planeta y países aledaños.
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