Acudir al funeral del gran cucuteño fue muy doloroso porque, aunque ya iba a cumplir noventa años de edad, era él una de esas personas que uno creía que no debían morir. Su lucidez mental, la exuberancia de su vitalidad, la rectitud de su vida y el amor por su familia lo hacían un hombre excepcional.
Llegó a ser uno de los nortesantandereanos más destacados de su historia por haberlo representado de manera sobresaliente en todos los campos de la vida pública y privada, y porque lo sirvió siempre con generosidad.
Su brillante hoja de vida no alcanza a caber en estos renglones pero, hoy que la memoria colectiva del país se reduce a lo que registran los medios de comunicación con una inmediatez superficial, debo recordar que fue alcalde de Cúcuta cuando para ese cargo eran llamados los mejores ciudadanos; jefe liberal del departamento, partido al que abanderó con singular brillantez en el Congreso Nacional; ministro de Obras Públicas, reconocido como el funcionario estrella en los cuatro años del gobierno del presidente Turbay Ayala; gerente de la Flota Mercante Gran Colombiana; presidente por varios años de la Comisión Binacional Colombo – Venezolana, y Embajador en Caracas, donde dirigió una de las misiones diplomática más sobresalientes de nuestro país en Venezuela.
Recuerdo vivamente cómo el presidente Hugo Chávez lo distinguía entre todos los embajadores en los actos oficiales, y cómo su presencia hacía que el autoritario líder morigerara sus opiniones sobre Colombia.
Fue gracias a la obligación que el embajador Vargas se impuso de asistir puntualmente a todas los eventos presidenciales que el tono de las relaciones binacionales nunca se exacerbara.
Pisó la antesala de la candidatura presidencial por el Partido Liberal cuando los delegados al congreso de Sochagota, reunido poco después de dejar su cartera ministerial, lo proclamaron en una clamorosa proposición. A esa dignidad renunció por modestia.
Hasta el último día conservó esa vigencia intelectual que lo llevó a ser vicerrector de la Universidad Nacional y a escribir incansablemente. De su pluma son “Muerte en la Candelaria”, “Destino del Unicornio” y “Memoria de la Gran Convención”, y dejó terminada, pero sin publicar, la obra histórica “La Guerra”, que como homenaje a su vida hay buscar la manera de llevarla a la imprenta.
Quizás no concluyó más trabajos literarios por una de las características de su estilo, fruto de su afán por la precisión, que era corregir los textos. Él mismo afirmaba que una de sus vocaciones era la de ser corrector de estilo, y de ella padecimos los que tuvimos la fortuna de trabajar a su lado.
Las horas de su ancianidad transcurrieron en el ejercicio de una incansable pedagogía, porque Enrique Vargas se paseaba con solvencia por casi todos los temas. Era un catador ilustrado de poesía y de los licores más exquisitos. Conocía tanto de etiqueta como de novela, y se complacía en compartir la buena mesa y su conocimiento de la historia. Su muerte deja un gran vacío, pero el recuerdo de su vida permanecerá como un legado edificante.