-Métase aquí para tomarle la foto de empresario –me dijo una señorita, muy bien plantada, de uniforme minifaldudo y sonrisa a sueldo.
-Es que yo no soy empresario –le dije tímidamente.
Me miró con ternura piadosa, como diciéndome “Pobrecito, está en el lugar equivocado”, pero se me acercó y me susurró en voz baja:
-Aquí todos son empresarios, capitalistas, comerciantes, que les gusta el billullo, así que súmese al combo y llévenos la cuerda.
Eso hice de ahí en adelante. Me sumé al combo. Dejé de sentirme como cucaracha en baile de gallinas, y me dispuse a seguirle la cuerda a mi fotógrafa consejera.
Me apersoné de mi papel, hice visible mi escarapela, pedí audífonos para escuchar en cucuteño las conferencias que dieran en otros idiomas y me acomodé en el mejor sitio que encontré en el auditorio de aquel templo de la palabra.
Lo de templo es literal. Estábamos más de mil trescientas personas, digo empresarios, en el Centro Cristiano de Satirio, como le decimos popularmente. Espléndido. Acogedor. Inmenso. Con todas las comodidades del caso. Buen aire acondicionado. Buena visibilidad desde cualquier parte del recinto. Sonido perfecto. Pantallas gigantes. Acomodadoras diligentes y bonitas.
Entonces yo me dije: ¿Por qué a nuestros obispos, nuestros curas, nuestros monseñores no se les ocurre construir algo así, parecido o mejor que este Centro de los hermanos descarriados?
He asistido a congresos católicos a pleno sol en el estadio, en bancas de ladrillo en la Toto Hernández, en graderías de lata y palo en auditorios de colegios, donde a las dos horas está uno que no resiste el cansancio de las asentaderas ni el dolor de las piernas.
En cambio allí, a todo confort, la Palabra llega con más sonoridad y más comodidad y de pronto con más efectividad. Ahí le dejo la inquietud al nuevo obispo. Nuestra iglesia católica tiene que modernizarse y hacer más atractivas nuestras reuniones.
Entre conferencia y conferencia, entre refrigerio y refrigerio, en la penumbra del auditorio, tuve tiempo para reflexionar en varias cosas de las que escuchaba. Lo primero, fue nuestra calidad de empresarios y exportadores.
Allí estaban los del calzado, los de la arcilla, los de la carne de cerdo, los de la carne de pollo, los publicistas, los mercaderistas, los urbanistas, los cacaoteros, los arroceros, los medioambientalistas y los colados.
Para no sentirme como colado, yo asumí mi rol y me di contentillo diciéndome que yo exporto cucharaditas de alegría, gotas concentradas de sonrisas, jarabes de buen humor y recetas de mamaderita de gallo, para ver mejor la vida sin amarguras y sin resentimientos. Y creo que en eso pensaron los directivos de La Opinión cuando me suplicaron encarecidamente que por nada del mundo fuera a dejar de asistir a este seminario, que ellos me costeaban, sobre innovación y competitividad.
Yo no sé si Cúcuta ya les