En casa teníamos el pálpito de que algo iba a suceder ese día. Mi mujer se levantó con un humor del carajo. Como si los diablos se la fueran a llevar. Todo la molestaba. Mis hijos, de ordinario tan diligentes, ese día no querían levantarse alegando cualquier quejadumbre.
Y cuando lo hicieron, no quisieron vestir la amarilla, como es costumbre, cada vez que juega nuestra Selección. Ni siquiera se la pusieron a Black, nuestro tierno perrito negro. La señora que nos ayuda en los oficios de la casa, ese día no apareció, de modo que a mí me tocó lavar los platos del día anterior.
A las carreras y sin axión, porque tenía urgencia de llegar al trabajo.
El cielo estaba encapotado y una brisa fría nos hizo tiritar, pero le echamos la culpa a la cercanía de diciembre. La ciudad estaba silenciosa. No había vendedores ambulantes y los semáforos estaban funcionando.
Todo al revés de lo normal. Parecía un viernes santo, a pesar de que era el primer día laboral de la semana, después de un puente festivo, uno de esos puentes con los cuales el Estado colombiano alcahuetea las pocas ganas de trabajar de nosotros los colombianos.
Las comisiones de empalme ese día no quisieron empalmar. El sonajero de los candidatos a ser nombrados en las secretarías del departamento y del municipio, ese día no sonó. El ceño fruncido de los motorizados en las colas de las bombas para echar gasolina, era tétrico.
Ni siquiera los madrazos y los silbidos a los que intentaban colarse tenían la intensidad de siempre.
El universo estaba triste. Seguramente en un día así fue cuando Silva escribió aquello de “como si un presentimiento de amarguras infinitas/ hasta el fondo de de tus fibras te agitara”.
Llamé a mi amiga, la que echa las cartas, la misma que predijo el triunfo de Rojas sobre Acevedo; la misma que me dijo que en asuntos del clima no hay que creer en los pronósticos del Ideam, sino interpretarlos al revés; la que me dijo que sobre los diálogos de La Habana, ella prefería meterse la lengua en, entre el bolsillo; esa, a la que yo le tengo tanta fe porque las predicciones me las hace en ropa de dormir transparente, la llamé y me dijo como en una sombría maldición:
-Esta tarde pierde Colombia, por eso el mundo está sumido en la tristeza.
-No puede ser –le dije-. Y repetí lo que les escucho a mis hijos que están empapados del asunto: Argentina viene escaso de figuras y en la tabla de puntos está muy mal plantado.
-Eso es cierto –me dijo con tono profético agridulce- pero nuestros muchachos si no empatan ni ganan, perderán. Lo va a ver.
Ante semejante argumento, no tuve más remedio que colgar el celular, escaso como estoy de minutos. Entonces me expliqué la soledad de las calles, la ausencia de amabilidad de las vendedoras en los almacenes, y el color gris de nuestro cielo, que casi siempre es azul.
Sin ganas, prendí el televisor y allí vi a un James, enredado para hablar y para patear, unos delanteros que veían el arco enemigo entre las nubes, unos defensas que no defendían, y un Pékerman demacrado y a punto de salirle una cana más.
Perdimos, a pesar de mis oraciones a todos los santos. Desde la alcoba gritó mi mujer, que no quiso ver la derrota: “¿Ven? ¿No se los dije?”. El comentarista deportivo de la tv le preguntó, tan pronto terminó el partido, a un jugador de los nuestros:
-¿Por qué cree usted que perdimos?
Y el jugador, agitado y sudoroso, dio la respuesta más sabia que se puede escuchar:
-Perdimos porque no ganamos.