El día anterior nos dijo mi mujer: “Laven su camiseta amarilla para mañana”. Y allí estábamos, mis hijos y yo, haciendo cola al pie del lavadero, cada uno con la camiseta amarilla de la Selección Colombia, para tenerla limpia al día siguiente, viernes, en que Colombia jugaba contra Argentina en la Copa América.
Es una tradición patriótica que tenemos en casa. Cuando juega nuestra Selección, sea en Cafarnaún o Chile o Colombia, todos, incluido Black, nuestro fiel perrito French Poodle, nos vestimos de amarillo desde temprano, y nos preparamos emocionalmente para el triunfo. Porque nunca pensamos en perder.
Desde temprano, pues, ese día nos dispusimos para ver el partido, en el patio de la casa, adornado con banderas tricolores y armados con tatucados de palomitas de maíz, que mi mujer prepara con sabor nacionalista.
En eso le seguimos la costumbre al alcalde Donamaris, que les dijo con antelación a sus secretarios: “El viernes sólo quiero ver camisetas amarillas en la alcaldía”.
Desde el más bajito vigilante privado (que normalmente visten de uniforme azul), hasta el más alto consejero del alcalde; desde el subalterno de más ínfima categoría hasta el más encumbrado y cercano Secretario de Despacho; empleados de nómina oficial y de nómina paralela; los muchos contratistas y los no pocos condecorados con la medalla Juana Rangel de Cuéllar, todos sin excepción, lucían ese viernes la camiseta amarilla.
La original, o la otra.
Por eso me gusta el Alcalde. Por su patriotismo. Para grandes cosas estamos.
Yo no sé si todos los hinchas de los demás países también lucirán las camisetas de su Selección. Me hubiera gustado ver al Papa Francisco ese día sin sotana y con la camiseta blanca y azul de los argentinos, haciendo fuerza como la hicimos nosotros a todo lo largo del partido, con los dedos cruzados en chulito, y pidiéndole a las ánimas benditas un empujoncito para su equipo.
Ahora se me ocurre que las oraciones del pontífice tuvieron mucho que ver con la pata torcida de nuestros jugadores-cobradores de penales.
Nos pusimos de amarillo ese viernes, pero más amarillos nos pusimos de la rabia y la desilusión y la tristeza por la derrota de nuestro equipo.
El amarillo de nuestras camisetas se reflejaba en nuestra alba tez (para usar una figura de nuestro Himno nacional, que en alguna parte habla del glorioso orgullo que circunda su alba tez). Pero no era orgullo sino arrechera (para usar otro término muy nuestro).
No miento si digo que los negros también se pusieron amarillos. Me llamó después del partido mi amigo Pedro Cuadro, poeta y moreno de profesión, y me confesó: “Jodda, cuadro, estoy amarillo de la rabia”. Y lo mismo debió pasarle a Julio Aníbal, futbolista que fue en sus viejos y buenos tiempos.
El consuelo que me queda es que los amarillos no fuimos nosotros solos en esta Copa América. Más amarillo debió quedar Cavani cuando el chileno Jara le tocó la sagrada profundidad trasera. Y éste quedó amarillo con la expulsión, por manoseador de intimidades ajenas.
Amarillos quedaron James y Falcao que se durmieron sobre los laureles y no hicieron nada. Y amarillos, los que botaron los pénales. Y Pékerman, al que le fallaron esta vez su táctica y su estrategia.
Y amarilla quedó mi mujer, que gritó, ella que nunca grita, después del partido, al ver que la dejamos sola: ¿Y ahora quién me va a ayudar a arreglar este desorden que dejaron?