Unos días antes de que empezara la semana de recogimiento, un amigo me tuitió diciéndome que acababa de morir Vicente Fernández. La noticia me sacudió y sacudió a mi mujer y sacudió a toda la parentela.
Menos a mis hijos que son de otra generación y que sólo saben de música urbana y de champeta.
Para quienes nos criamos escuchando música de victrola, en las que sólo ponían rancheras y corridos mejicanos, es duro saber que ya se nos están acabando los más grandes intérpretes de tan maravillosas canciones.
Pedro Infante, Jorge Negrete, Antonio y Luis Aguilar y Miguel Aceves Mejía fueron los héroes de nuestra niñez pueblerina y ya lejana.
Como en un video retrospectivo pasaron por mi mente los recuerdos de las primeras películas que llegaron al pueblo, mudas y en blanco y negro. El padre Jesús Emel Arévalo (un hombronón, de los Arévalos de Ábrego), que fue motor de progreso para Las Mercedes, llevó un día una maquinita de proyectar películas y desde entonces la casa cural se convirtió en sala de cine todos los sábados en la noche, después del rosario.
El patio y los corredores del claustro se llenaban de gente del pueblo y del campo, que acudían en montón a ver semejante maravilla del mundo: hombres que se movían en una pantalla y echaban plomo y montaban a caballo y enamoraban a las muchachas. Y cantaban rancheras.
Las películas eran mudas, pero más o menos le seguíamos la cuerda a la trama de la película. Cuando terminaba un rollo había que esperar que acomodaran el siguiente, tiempo que los espectadores aprovechaban para ir al solar, es decir, al baño, pero como no había baños tocaba en el solar.
Los acólitos éramos los encargados de cobrar la entrada, de modo que alguna ganancia extra nos quedaba para la semana.
Cuando llegaron las películas con sonido, el pueblo se alborotó. Era casi imposible creer que en una cinta estuvieran no sólo las imágenes sino también la voz y las canciones de los que allí hablaban y cantaban.
Los muchachos estábamos felices con semejantes adelantos de la ciencia. Los hombres silbaban y gritaban cuando había escenas de besos. Las mujeres enrojecían cuando las caricias pasaban a mayores. El cura, que en privado ya había visto la película, tapaba con un papel las escenas escabrosas.
Fue desde esa época que las rancheras se entronizaron en el pueblo. Y los cantantes de las películas pasaron a la historia. Por eso yo los recuerdo como si fuera ayer.
Cambiaron al cura, las películas de los sábados se acabaron, llegó la carretera y aquella magia tuvo su fin. La gente que quería ver cine viajaba hasta Sardinata, donde ya había un teatro de verdad, y los más aventureros venían hasta Cúcuta, donde la pantalla era gigante y el sonido estruendoso y nadie tapaba las escenas escabrosas de amor.
Pero la semilla de Méjico y sus rancheras estaba sembrada. Para siempre. Por eso, al lado de los boleros y los bambucos no podrá jamás faltar una ranchera de las de antes. De las buenas.
Y cantantes como José Alfredo Jiménez (Llegó borracho el borracho, Tómate esta botella conmigo, Te solté la rienda…) y después, mucho después, Vicente Fernández, el popular Chente, que enternece a mujeres y hombres, por igual.
Cuando por celular regué la noticia entre amigos y familiares de que Chentico se nos había ido, muchas lágrimas rodaron por muchas mejillas conocidas. Mal comenzaba esta Semana Santa con dos muertos grandes, casi de la misma talla. Digo casi, porque ni Jesús cantaba rancheras ni Vicente predicaba.
Afortunadamente, a los pocos minutos llegó la aclaración de la noticia. El muerto era Vicente Fernández, el hijo de don Silvestre Fernández, de Las Mercedes. Que Dios lo tenga en su santo seno.