El día de la quema se verá el humo, decían los campesinos refiriéndose a las quemas que hacían de los montes para sus siembras. El humo era la señal de que alguien preparaba sus terrenos para sembrar café o cacao. Eso era antes, porque ahora para sembrar coca, ya no necesitan hacer quemas.
En política también se usa el mismo refrán para indicar que muchos candidatos se quemarán el día de las elecciones y que de ellos sólo quedará el rastro, el humo.
Pero no es a estos casos a los que me voy a referir, sino a la celebración de la fiesta llamada de la candela. Es apenas obvio que si hay día del agua y día de la tierra, también lo haya del fuego, es decir, de la candela.
El origen parece ser en la antigua Roma, cuando las gentes se reunían, determinada noche del año, alrededor de fogatas con canciones, danzas, comilonas y jartazón de vino. Le daban así gracias a su dios por haberles dado la lumbre, tan necesaria para la vida.
Pero ¿quién descubrió el fuego? El hombre primitivo debía comer la yuca cruda y el plátano crudo y la carne cruda. Pero un día de tempestades, rayos y truenos, vio cómo caía una chispa que encendió alguna rama y un árbol y una montaña. Atortolado el hombre, supo así de la existencia del fuego y comenzó a frotar piedras para sacar chispas. En el frotamiento debió durar miles de años, pero al fin las chispas salieron y hubo fuego. Hubo candela. Los alimentos, desde entonces, fueron mejor preparados y más sabrosos.
Y hubo un valor agregado, como dicen los economistas: la luz. Las cavernas, tétricas y oscuras, se iluminaron. Y, de ñapa, se calentaron. De modo que el fuego revolucionó las costumbres y mejoró la vida. Por eso, los romanos, agradecidos, festejaban la existencia de la candela.
Con el cristianismo, la fiesta dejó de ser pagana, y se empezó a festejar la purificación de la Virgen María, cuando llevó al Niño Jesús a presentarlo al templo, según la costumbre judía.
Dicen los que han ido a España que, en algunas regiones, esta fiesta sigue siendo muy popular, en la que se mezclan las creencias religiosas con las costumbres fiesteras: procesiones, bailes, rezos, comidas, letanías y bebidas.
Entre nosotros, la celebramos como el día de la Virgen de la Candelaria (de la Candela), el 2 de febrero, día en que se bendicen cirios, velones y veladoras. Hay que estar preparados –decían los abuelos- para prender la luz bendita en caso de tempestades o de problemas.
En mi pueblo de infancia, el día de la Candelaria mandaban a bendecir toda clase de velas y fósforos y mecheras.
Alguna vez se corrió el cuento de que habría tres días de oscuridad en el mundo entero, y la única forma de alumbrarse sería con velas benditas, prendidas con fósforos benditos. Al final, no hubo oscuridad, pero a Serafín Bonilla, cantor de la iglesia, sacristán y vendedor de estampitas de santos y de velas, le fue muy bien en aquella oportunidad.
Mi abuelo, Cleto Ardila, arriero de profesión y fumador empedernido, llevaba siempre junto a su pipa y la tripa de tabaco, una yesquera bendita para hacer fuego, por si la oscuridad lo sorprendía en algún camino extraño o en una cama ajena.
Por andar escribiéndole a Melania, no tuve tiempo el pasado 2 de febrero de escribir sobre la fiesta de la Candela. Que sea, pues, la oportunidad para recordarles a mis lectores y lectoras que es bueno tener a mano una vela o un cirio. Por siaca. Por si se va la luz. O por si la cortan. Y darle gracias a Dios por habernos dado la candela. Para alumbrarnos, para cocinar la merienda y para que se quemen los malos políticos. ¿Quién quedaría?