Yo pagué diez centavos por entrar a verlo a usted, cuando apenas tenía quince días de nacido -me dijo doña Ana Francisca, el día que fui a visitarla.
Yo ya había escuchado esa historia de labios de mi mamá, que la gente pagaba por ir a verme, recién nacido, pero escucharla ahora, de otra persona, me resultaba fascinante. Doña Ana siguió contando: “Resulta que usted era un niño extremadamente gordo, y cuando fueron a bautizarlo, el párroco Eliécer Villamizar, de La Victoria, Sardinata, al verlo tan robusto, cachetón y barrigón, tuvo la idea de sacar plata a costillas suyas, para la construcción de la iglesia. El domingo siguiente habría un bazar y la oportunidad era precisa. Así fue. Nadie sabía nada. Ni yo, que era vecina, y que le ayudaba a cambiar los pañales, ni su familia, nadie, excepto el cura, Dios y sus papás”.
En el sermón el padre dijo que había llegado un Niño prodigio y que todos debían pagar diez centavos para entrar a verme, a la Casa cural donde, en una caja de cartón, las cunas de entonces, me habían acomodado con las divinas peloticas al aire.
-Después de misa –siguió doña Ana-, todo el pueblo hacía cola para entrar a ver ese Niño Prodigio. El que salía de verlo, no decía quién era, para que los demás cayeran. Y todos caímos”.
Pues bien, esa señora que hoy relata tan conmovedora historia, se llama Ana Francisca Montes de Velásquez, nacida como yo en La Victoria, pueblo donde vivió gran parte de su vida, donde se casó y tuvo nueve hijos, y ahora radicada en Cúcuta, en el barrio Claret.
El próximo domingo, 14 de julio, doña Ana cumplirá 98 años. Vive en el barrio Claret, de Cúcuta, pero nació en La Victoria (Sardinata), igual que yo. Está lúcida, como quinceañera, y fresca como una lechuga. Lee sin cancanear, come de todo y en ocasiones se pega sus wiskycitos, como me imagino que se los pegará este domingo, a la hora del brindis, después de la misa. A partirle la torta llegarán sus 6 hijos vivos, 28 nietos, 34 bisnietos y 8 tataranietos, yernos y yernas y primos y algún colado, como yo, que ese día me les voy a colar, a la hora del sancocho.
A la primorosa edad de 98 años no se llega fácilmente. O mejor, no se llega con la frescura juvenil con que hoy arriba doña Ana Francisca. Hablar con ella es disfrutar de una de las mejores compañías que uno pueda toparse en esta vida. Tiene una memoria prodigiosa, recuerda la vida de todos los victorieros de esa época, y la comparte (como dicen ahora), no porque sea chismosa sino porque es buena conversadora y amante de la historia. Doña Ana es un archivo viviente, donde se encuentran relatos, anécdotas, cuentos, invenciones. Todo lo dice con nombres, pelos y señales. Nada se le escapa, ni siquiera las fechas. Ni siquiera olvida la fecha de su matrimonio (9 de septiembre de 1942), una fecha que todos los casados quieren olvidar bien pronto.
Doña Ana no tuvo escuela formal. Aprendió a leer a las escondidas, con maestras que se le aparecían en el camino. En ese tiempo, el estudio era para los hombres, pero ella se dio sus mañas y aprendió a leer, escribir y hacer cuentas. Y quiso que sus hijos “no fueran tan burros como yo”, dice, y sonríe, alegre porque tuvo un hijo sacerdote (muerto prematuramente), varios hijos profesores, todos hijos trabajadores, formados a punta de cariño y de rejo.
Alguna vez su esposo, Antonio Esteban, tuvo que irse a trabajar a Venezuela, porque la situa en Cúcuta estaba jodida. Ella quiso seguirlo, pero sólo llegó hasta Ricaurte, en la frontera de Cúcuta con Venezuela, donde dicen que una calle marca la línea divisoria, de modo que los de una acera son venezolanos y los de la otra, son colombianos. Dos años vivió con sus hijos en Ricaurte, de cuya experiencia tiene una serie de anécdotas, que no caben en este espacio, pero que algún día las contaré.
Volvieron a Cúcuta, donde la doña siguió de modista, lo que ha sido su verdadera profesión. Ella le remendaba las camisas al marido, les hacía los calzoncillos a los hijos pequeños, y las falditas a las muchachas. Pero lo admirable es que hoy, a sus 98 años, aún sigue cosiendo. Y no a lo chambón, sino vestidos finos como los de la primera comunión para sus nietas.
La vida de Ana Francisca Montes es un tesoro, en el que basta con escarbar un poquito y salen joyas preciosas de su encantadora vida.
El domingo le cantaremos el japy verdi, con la seguridad de que dentro de dos años estaremos celebrándole a los cien años a tan ilustre matrona. Bailaremos, comeremos y jartaremos, a costilla de sus hijos, porque no todo el mundo puede darse el lujo de que su mamá cumpla 98 años en tan excelentes condiciones de vida ¡Que sea un motivo, Ana Francisca, y que sirvan el otro!
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