Hace ya muchos años, tantos que hasta perdí la cuenta, me declararon diabético. En ese momento la noticia fue para mí un golpe bajo, pues jamás creí que mi páncreas me fuera a jugar sucio como cualquier mujer traidora y desleal.
-Se le acabó la vagabundina -me dijo con una sonrisa sádico-galena, el médico que me atendió, y al que acudí por ser mi amigo. ¡Amigo, el ratón del queso!, decía Cleto Ardila.
A partir de ese desdichado momento, tuve que decirle adiós a los cocteles de las reuniones de escritores, cocteles que obsequiaba la doctora Cristina Ballén y que preparaba su profesor Augusto Navarro. Tuve que negarme a las invitaciones de amigos que se dejaban venir con amarillos, y a las que yo asistía por aquello de la gorra (mejor que el sombrero). Tuve que rechazar las jícaras de guarapo en Las Mercedes con que primos y amigos me daban la bienvenida, cada vez que visitaba el terruño.
A partir de tan drástica determinación médica tuve que despedirme de la carne con gorditos, de los chorizos y menudencias en la Calle de lamor cilla, de las arepas que con mucho amor y profuso queso me preparaba mi mujer al desayuno y cena.
A partir de ese malhadado instante, ya no fui dueño de mi vida y de mis gustos. El dueño era el médico, quien me decía qué sí y qué no podía comer.
En esa época yo trabajaba de tiempo completo en este diario, y para mitigar mi sed y hacerle frente al despiadado calor, algunos viernes de verano saboreaba una cerveza –sólo una-, en la caseta de comidas y bebidas, pero debía apostar vigilantes que me cantaran la zona cuando se acercara el director del periódico (también médico, para mi desfortuna), y quien sabía de mi diabetes.
Aparecieron entonces yerbateros y medicuchos, a quienes mi mamá les contaba mi desgraciada situación. “Tómese todas las mañanas un bebedizo de raíces de naranjo agrio”, decía uno. “ Tome agua de cogollos de matas de café”, me aconsejaba una doña. La suegra me mandaba ramas de Nin y alguien me aconsejó dejar de comer carne. Me volví vegetariano, veía verde, excrementaba verde y mi mundo era verde, de tantas ramas que comía. A todos les hacía caso y nadie me curó.
Eran otros tiempos. Hoy, la ciencia avanza. La medicina se perfecciona a pasos agigantados. Ahora existe una nueva especialidad médica, la de los diabetólogos. Y como no todo lo de las EPS es malo, la mía me mandó a donde uno de ellos, tal vez el único diabetólogo de la ciudad.
Llegué a su centro médico con miedo, lo confieso. Un diabetólogo –pensé- debe ser un señor muy serio, mayor de los cincuenta, con pinta de regañón, de bata pulcramente blanca, gafas grandes y redondas y un genio del carajo.
Abrí con cautela una puerta y encontré un muchacho imberbe, risueño, vestido como visten los muchachos de ahora, pero con elegancia. “Me equivoqué de puerta”, pensé, y antes de volver a cerrar la puerta ya el joven estaba ahí (tres saltos, calculé, al estilo de nuestra campeona de salto triple, la Ibargüen), diciéndome: “Siga, siga, por favor”. “Es que busco al doctor, al diabetólogo”, le dije con timidez. “Soy yo”, me respondió y se me presentó con una sonrisa.
De ahí en adelante, todo fue de una familiaridad asombrosa. Con salivita me fue sacando toda la información diabética que necesitaba y con la seriedad de un profesional que sabe lo que hace me dijo: “A partir de ahora, Dios, usted y yo vamos a darle duro a esa diabetes”. Yo me imaginé a Dios aplicándole una llave a doña diabetes, al médico golpeándola de frente y yo por los laditos. Lo que quiero decir es que me infundió una seguridad tal, que supe que estaba en el sitio correcto, con el tratamiento correcto y con su grupo de trabajo, correcto: una sicóloga, llena de belleza y sabiduría; una nutricionista que, con cariño de madre, me quitó la sopa y los jugos líquidos y las harinas todas; una enfermera, plena de cuidados y atenciones al paciente, y una secretaria que repica y anda en la procesión para que el enfermo se sienta tan o mejor atendido que en su propia casa.
Los hechos no me dejan mentir. En menos de dos meses he notado cambios en mis niveles de azúcar, de modo que los propietarios de ingenios azucareros de la frontera, ya no pueden contar conmigo. Y de ñapa, este diabetólogo, joven pero aplicado, estudioso y amante de su profesión, resultó nieto de Herrerita, aquel fotógrafo cuyas imágenes le daban vida a La Opinión. Con diabetólogos así, las diabetes tendrán que irse con su música a otra parte. ¡Bendito Dios!
gusgomar@hotmail.com