Todo aquel transeúnte, bien turista o local, que deambule por la estación Plaza de España del metro de Madrid, sepultada bajo los metros cúbicos de hormigón que en la superficie aguantan las toneladas del mastodóntico obelisco de granito que celebra a Don Quijote de la Mancha y a su fiel Sancho Panza, descubrirá con no poco asombro que el verdadero homenaje a la obra cumbre de Cervantes se esconde en los andenes donde los pasajeros aguardan el tren y no en aquel altar colosal que impunemente rinde culto cómplice al selfie fácil.
Allí, forrando las paredes de la Línea 3 color mostaza, se replican íntegramente, frase a frase y con litografías de ilustración a blanco y negro y de techo a piso, las páginas de la aventura inmortal del hidalgo. Un capítulo tras otro, desde los torniquetes digitales que repiquetean al ritmo de las tarjetas de abono de transporte hasta las escaleras que conectan con la Línea 10 color azul, las letras inundan cada centímetro de la arquitectura centenaria del túnel. Así pues, cualquier lector con suficiente tiempo y sin demasiadas prisas podrá echar la tarde errando de izquierda a derecha y de arriba abajo hasta agotar aquel épico relato.
Esta es otra más de las múltiples iniciativas de la ciudad en una cruzada por bombardear de literatura a los usuarios del sistema métrico con la intención de construir el hábito de la lectura de forma casi imperceptible. Un loable propósito por el cual la Asociación de Editores de Madrid viene trabajando desde 1997 con su campaña “Libros a la Calle”, una colección de pequeños afiches con rotación anual que yacen colgados por todos los vagones que surcan las entrañas de la ciudad. Junto al mapa de las próximas paradas y las calcomanías que señalan la salida de emergencia, los pasajeros que no sean prisioneros de una pantalla se encontrarán con extractos elegidos del último Premio Cervantes, el Premio Nacional de Narrativa u obras esenciales de plumas indispensables como Almudena Grandes o Carmen Laforet.
Aunque mis favoritas desde siempre han sido las Bibliometro, doce quioscos repartidos por las estaciones de mayor afluencia donde cualquier impuntualidad del maquinista de turno se puede amainar alquilando alguna de las casi 2.000 novedades editoriales ofertadas o sacándose la tarjeta oficial del círculo de bibliotecas municipales. Una labor social encomiable que casi estuvo abocada al cierre por la pandemia, pero que supo aguantar el tipo y que hoy es la más fabulosa alternativa de emergencia, cual extintor o desfibrilador, para aquel a quien en medio de su traslado diario de la casa a la oficina o viceversa le entren unas ganas irrefrenables de leer a Vargas Llosa o a Arturo Pérez-Reverte.
Es así como, camuflada entre la cotidianidad de lo mundano, la literatura emerge desde las profundidades de Madrid en una sinergia clandestina con la rutina silenciosa de millones de potenciales lectores que, incautos, hacen inocentes trasbordos como autómatas sin imaginar que su siguiente lectura está acechándoles a un palmo de distancia para atraparles entre sus letras durante el inminente cruce serendípico de su próximo tren.
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