El siglo XXI empezó con buenos augurios democráticos. Parecían consolidarse la libertad de expresión, la libertad económica, la división de poderes y la elección popular como herramientas comunes para escoger sistema de gobierno. Europa Central avanzaba hacia mayores libertades; América Latina consolidaba su salida de la era dictatorial con flamantes gobiernos democráticos; Asia fortalecía en China y Vietnam la libertad económica ya iniciada por Corea y Taiwán, mientras India e Indonesia se fortalecían como países modernos y más abiertos. La caída de la URSS, calificada por Putin de “gran tragedia”, quedaba atrás para indicar que el mundo ya no cedería ante el autoritarismo de derecha, ni ante el imperialismo socialista que amordazaron a Europa y casi contagiaron al mundo en desarrollo. Se abría una era de paz, de libertad, de prosperidad y de estabilidad en el mundo encabezado por las potencias desarrolladas. Países misteriosos como Turquía y Brasil parecían ajenos al extremismo religioso y más afines a la diversidad política; los turcos eran candidatos a la membresía permanente de la Unión Europea y los brasileños a la del Consejo de Seguridad. Los primeros veinte años del siglo, a pesar de dos crisis económicas, fueron tal vez los de mayor prosperidad para la humanidad. Íbamos bien.
En los últimos cinco años la cosa cambia y más drásticamente con el virus. La era Trump en EEUU trae discurso y acción extremistas pocas veces vistos antes y su período presidencial termina sin reelección, con desconocimiento de los resultados electorales y con intento de golpe de estado al cual el alto mando militar norteamericano no se quiso vincular a pesar de la invitación del Presidente.
La democracia británica, si bien institucionalmente fuerte, ha vivido retos para analizar con detenimiento: el Brexit con consecuencias inmediatas negativas sobre el empleo y la actividad económica; los bandazos en el manejo de la COVID; los escándalos de fiestas en medio del confinamiento, las remodelaciones con dinero público de las propiedades del errático Primer Ministro Johnson y el intercambio de curules por donaciones.
Francia vive una era de inestabilidad aupada por la extrema derecha fortalecida que disemina posiciones que traen evocaciones de la Europa del principios del siglo XX, amén de una diplomacia que se dedica más a los negocios de armas, que a la búsqueda de la estabilidad europea.
En Italia el Premier Mario Draghi no logra consolidar la salida de la pandemia y muchas regiones de su país se encuentran en bancarrota. En Canadá el Primer Ministro Trudeau gana las elecciones pero no la gobernabilidad.
Alemania no logra elegir con mayorías al sucesor de la recordada Ángela Merkel, herr Scholz, y se toma meses para armar una coalición endeble que estará permanentemente a prueba. Por los lados de Japón, el Premier Kishida enfrenta el dilema de cerrar y decrecer, o abrir y ver caer su gobierno.
Estos países son el Grupo de los Siete reunido esta semana en Liverpool. Democráticos, poderosos militarmente y grandes economías. Son el diez por ciento de la población mundial y el cuarenta de la riqueza global. Pero están todos en una posición de debilidad individual y colectiva que les resta autoridad para ejercer presión y terminar o morigerar los riesgos democráticos del momento: endurecimiento político y militar de China, autoritarismo y expansionismo de Rusia, golpes en el mundo en desarrollo, graves incidentes migratorios, inflación y aceleración del cambio climático. Fueron el corazón de la Cumbre Democrática que citó Biden sin Rusia, China, Irán, Turquía, Hungría, Cuba, Nicaragua y Bolivia entre otros, con pocos resultados que impidan el deterioro de las libertades y más bien, por los ausentes, con agrietamiento de la OTAN.
“Los males de la democracia solo se solucionan con más democracia”, decía Tocqueville. Receta hoy apropiada para nosotros y para el mundo.
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