Cuando Dios creó el mundo, le asignó a cada cosa su función específica. Al manzano lo hizo para que diera manzanas, y no para que hiciera pecar a nuestros primeros taitas. A la mujer la hizo para que acompañara al hombre y lo ayudara y lo asistiera, no para que le diera cantaleta todos los días. Al río para que llevara agua limpia y cristalina, no como ahora que lleva porquerías de toda clase, tamaño y condición.
Digo todo esto, para entrar en materia. Las cacerolas las hizo Dios para que la mujer le frite los huevos al hombre al desayuno, no para salir de noche a darle totazos en lo que llaman cacerolazos, ni para que la esposa se la ponga de sombrero al marido cada vez que ella se enfurrusca.
Pero se ha puesto de moda utilizar las cacerolas de la casa para usarlas como panderetas, ahora que se acercan los villancicos. Petro seguramente tiene nostalgias de su infancia cuando su mamá, Clara Nubia Urrego, lo llevaba a la iglesia de su pueblo a la novena de navidad y allí escuchaba tamboras, pitos y bullicio decembrino.
Como no volvió a la iglesia, porque se volvió ateo, no pudo seguir disfrutando de las fiestas navideñas religiosas. Pero le hace falta el sonido de las panderetas y para escucharlas ahora, les pide a sus amigos que, por Diosito lindo, saquen ollas, platos y cacerolas para hacer bulla en contra de cualquier cosa, de lo que sea, pero hay que hacer bulla.
Reconozco que eso de hacer bulla con los trastos de la cocina, tiene su encanto. Por eso, ayer le hice caso a mi tocayo Petro, Gustavo Francisco. Saqué al sardinel de mi casa, a eso de las 5 de la tarde, el taburete de cuero peludo que traje desde Las Mercedes, me equipé de una olla y el molinillo de palo, el de rebullir el chocolate, y empecé el traque traque. Al ratico llegó la vecina del frente con la olla grande de los sancochos sabatinos y las hayacas navideñas, y ahí sí que la totazón fue grande. Llegó el de la panadería con las latas de meter al horno y un cucharón metálico, se sumó el amigo del restaurante con la olla de hacer el mute, y llegaron otros con latas de cerveza, unas llenas y otras vacías. Lata que iban desocupando, la llenaban de piedras, para sumarse al concierto callejero.
Anochecía. Del Pamplonita llegaban brisas refrescantes, las brisas del Pamplonita, y nuestros ánimos estaban arriba, muy arriba. Ollas y peroles y cucharones seguían llegando y el público aplaudía y las emociones nos sacudían.
En esas estábamos cuando llegó mi mujer del trabajo. Se me acercó a la mejilla y yo pensé me va a saludar de beso. Pero no, lo que hizo fue decirme al oído “¿Y esa joda? ¿Se volvió esto un cuartel petrista, o qué? ¿Qué es lo que pasa aquí?”
-Estamos protestando –le dije tímidamente.
-¿Protestando contra qué y por qué? –la voz iba en aumento, porque la bulla no dejaba escuchar.
No supe qué contestarle, entonces le grité a la gente: “¿Contra qué y contra quién estamos protestando?”
Nadie dijo nada. Nadie sabía por qué era la furrusca. Tuve ganas de decir que yo había cumplido años la semana pasada y que mis amigos ni siquiera me habían felicitado. Un motivo para protestar. Quise decir que protestaba contra los que están desarreglando los andenes de nuestras casas, que trabajan a paso de tortuga y destapan y revuelven y después no vuelven. Quise explicar que estábamos ensayando para los villancicos de la novena, pero cuando me di cuenta, mis compañeros de bulla me habían dejado solo. Se habían ido con su música a otra parte. A seguir protestando donde los llamaran.
Mientras me entraba a la casa, con mi taburete a cuestas, recordé a José Alfredo: Los tatucos callaron. De mi mano sin fuerza cayó el cucharón sin darme cuenta…
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