Fue un año bisiesto cuando murió mi perro Príncipe, en Las Mercedes. Desde entonces les cogí tirria a los años bisiestos, esos en los cuales febrero se viene con un día de más, lo que sucede cada cuatro años.
Príncipe fue mi perro de infancia, mi compañero de juegos y del baño los sábados en la quebrada. A veces íbamos hasta el río, al pozo del Carbón, o al pozo del Ahogado, en Agua Linda.
Pero una noche murió del mal de luna. Toda la noche la pasó ladrándole a la luna grande, la luna llena, en la calle, y al otro día amaneció muerto. Por lo general, Príncipe dormía conmigo en mi cama, pero algunas noches le daban arrebatos de calle y se salía a jugar con las perritas vecinas. La noche en que murió, no buscó perritas para hacerles carantoñas. Se entretuvo con la luna, y tal vez presintiendo su muerte, se despedía a punta de ladridos y aullidos lastimeros.
“Mal de luna”, dijeron los vecinos. “Año bisiesto, año de desgracias”, dijo mi mamá. Pero doña Amalia, de quien decían que era bruja, me dijo que un vecino lo había envenenado esa noche porque no dejaba dormir. Cualquiera de las tres cosas pudo pasar.
Con el tiempo supe que fue en un año bisiesto cuando el Titánic se hundió. Y que mucha gente famosa ha muerto en años bisiestos. Entonces empecé no sólo a tenerles tirria, sino miedo a los bisiestos.
Fue mi profesor de religión en Pamplona, monseñor Alfonso María Pinilla, quien me sacó de dudas, cuando le comenté lo malo que sucede en los años bisiestos: “No sea pendejo, Gómez, yo creía que usted era inteligente”. Y yo también lo creía, pero, a partir de ese regaño del cura, empecé a dudarlo.
El padre Pinilla (cuando eso todavía no era monseñor) no era un cura de misa y olla, sino de misa y libros. Por él aprendí que para nosotros los colombianos es más importante el general Santander que el general Bolívar, aunque sin quitarle los méritos a éste como Libertador. Aprendí que no todas las apariciones de santos y de vírgenes son ciertas. Y aprendí que los años bisiestos fueron ideados para contabilizar algún tiempito que sobra cada año.
Me explico, como dijo Federico: Nuestro año no tiene 365 días exactos como nos enseñaron en la escuela. El año tiene una ñapa de 5 horas, 48 minutos y 45 segundos, que en cuatro años, suman un día. Y los que inventaron el calendario, entre ellos un Papa, acordaron reunir ese tiempo sobrante y hacer con ellos un día cada cuatro años. Como febrero era un mes flacuchento, con apenas 28 días, esas sobras de tiempo se las acomodaron a ese mes para darle contentillo, cada cuatro años. “DE modo que nada tiene que ver el año bisiesto con la mala suerte o con brujerías o con muerte de perros envenenados, no sea bobo”, terminó el regaño el cura.
Lo que después supe es que también hay quienes le tienen mucha fe a los bisiestos. Supe de alguien, hijo de un amigo mercedeño, que se ganó el extra de navidad en un año bisiesto. Cuentan que otro se separó de la mujer en bisiesto, y que ahora es feliz, y un presidente de la república fue elegido siendo ese un año bisiesto. Un compañero de la academia de Historia me dijo: “Yo me casé en un bisiesto y me separé en otro bisiesto”.
De modo que uno sabe a quién creerle ni a qué atenerse. Yo, después de profundos estudios y sesudas investigaciones, he llegado a la conclusión, a la que también llegó el padre Astete cuando escribió su famoso catecismo: No hay que creer en brujas, pero que las hay, las hay.
gusgomar@hotmail.com