Mucho se ha hablado en los últimos tiempos del denominado ‘discurso del odio’, como si eso fuera una novedad, pero cuando se repasa nuestra historia política y seguramente la de otras sociedades, se encuentra que casi siempre los periodos de violencia física han estado precedidos o acompañados de los de violencia discursiva.
La idea de satanizar a grupos sociales y políticos en su conjunto es una forma de poder justificar prácticas de exclusión y aún de violencia física. En nuestra historia política la construcción de los imaginarios políticos de dos ‘comunidades simbólicas’, la liberal y la conservadora, que correspondían a los dos partidos políticos históricos, permitió empezar a satanizarse discursivamente, a los unos como librepensadores, disociadores, y enemigos del orden social y a los otros como defensores de la religión católica, partidarios a ultranza de un tipo de orden autoritario. Cada uno en su momento se autoconsideraba como víctima del adversario y colocaba al otro en condición de victimario y posteriormente pasar al ejercicio de la violencia. No significaba que no existieran efectivamente víctimas y en el bando opuesto victimarios, pero lo que no era real es que fueran manejos generalizantes y uniformes.
Posteriormente, emergen dos discurso contrapuestos, en el contexto de la denominada guerra fría, el de los anticomunistas y el de los revolucionarios. Los primeros va a considerar a los segundos como enemigos del orden social, subvertores y promotores de una especie de sociedad del mal -y claro comunista es quien disiente, proteste o se sitúe fuera de unos patrones determinados- y los segundos, acusarán a los primeros de retardatarios, enemigos acérrimos del cambio, beneficiarios del ejercicio del poder. Y de nuevo van a mirar a cada grupo como totalidad, sin matices y a los cuales hay que destruir o someter y humillar, porque es parte de la venganza histórica. Posteriormente el discurso anticomunista se remplaza por el de antiterrorista, pero la lógica es ostensiblemente la misma.
En la Colombia contemporánea esa recurrente acusación a todo un sector político, cercano a las ideas clásicas de la izquierda política, de terroristas o cómplices de los terroristas y la respuesta del otro lado se acusa al adversario de paramilitares o auspiciadores de los paramilitares, así lo estamos viviendo. Es altamente probable que muchas de las muertes violentas de líderes sociales, ambientalistas, defensores de los derechos humanos o reincorporados de las antiguas FARC, están asociadas a este tipo de discursos que generan climas sociales de exclusión y búsqueda de eliminación del otro, primero simbólica y posteriormente física. Que son prácticas muy cercanas a comportamientos fascistas y sin duda, totalmente antidemocráticos.
Por eso ha sido tan difícil el escenario del pos acuerdo colombiano de los últimos años y peor aún, avanzar en procesos de reconciliación como sociedad.
Y lo más preocupante, es que otros tipos de conflictos crecientemente entran en lógicas similares y la posibilidad de tramitarlos por mecanismos racionales de superación, cada vez se hacen más difíciles; pareciera que de nuevo la única solución es la negación y eliminación del otro.
Ojalá seamos capaces de reflexionar como sociedad y lograr que la solución de conflictos, algunos de vieja data y asociados a patrones culturales, puedan empezar a encontrar canales de superación de estas lógicas y encontremos los mecanismos idóneos para salir de los ciclos de violencia.