(Al Dr. Rosendo Cáceres Orozco, un hincha fiel, del Cúcuta Deportivo)
Ahora que nuestro Cúcuta Deportivo acaba de pasar a la A, y eso nos emociona a todos, aunque las ganancias vayan para otros bolsillos, y, sobre todo, bolsillos particulares;
Ahora que el General Santander volvió a llenarse, de cacho a rabo, como dicen los ganaderos, porque durante mucho tiempo, las graderías y tribunas del Estadio permanecieron vacías, con la noble y notoria presencia de nueve o diez pelagatos, hinchas fieles, que jamás le dieron la espalda a su equipo del alma;
Ahora que la camiseta rojinegra ha vuelto a verse por las calles y los que las llevan las lucen con orgullo, pero que antes por vergüenza no la sacaban del escaparate;
Ahora que todos decimos “nuestro equipo”, pero antes decíamos “qué ponche, ese equipo de Cadena”, porque así es nuestra voluble condición humana: Nos le arrimamos al que está bien, pero le hacemos el feo al que cae en desgracia;
Ahora, digo, es bueno recordar un poco de historia sobre nuestro fútbol cucuteño. Ya en esta columna he hablado sobre el tema, pero no sobra repetirlo para que no nos cojan con los calzones abajo cuando alguien nos pregunte sobre nuestro fútbol y la fiebre que, de cuando en cuando, nos pone a gritar y a sudar caliente.
Pues bien. Dicen que el fútbol llegó a Colombia por Cúcuta. Los costeños dicen que entró por Barranquilla, pero los costeños hablan mucho. Entró por Cúcuta, cuando a esta ciudad llegaron el venezolano Federico Williams y el dominicano David Maduro. Ambos sabían de fútbol y comenzaron a enseñarlo a los muchachos cucuteños, que se fueron afiebrando a este deporte.
La plazuela del Libertador era un tierrero, situado en lo que hoy es el Parque Nacional (parque de La Bola, dicen algunos), al lado del Palacio Nacional, donde también queda la Academia de Historia. En dicha plazuela, hacían espectáculos al aire libre, corridas de toros, peleas de gallos, competencias de trompo y presentación de conjuntos de tiple, bandola y guitarra, y la gente bailaba y más de un noviazgo salió de aquellas parrandas.
De allí se regó la fiebre de darle pata a un balón (a veces era un cuero lleno de aserrín) por todos los barrios y de los barrios a los pueblos y de los pueblos a las ciudades y así se afiebró el país y se formaron equipos y se construyeron estadios y el fútbol se volvió un negocio que mueve multitudes.
La fiebre futbolística ya no consiste sólo en ir a los estadios. Consiste en hacer caravanas de triunfo, con gritos y aguardiente y ofensas y el asunto termina muchas veces en enfrentamientos y peleas y muertes. Consiste en lucir la camiseta de su equipo y ¡ay! del que lo mire feo. Consiste en francachelas y juergas y borracheras, que no siempre tienen un final feliz.
Eso es lo malo de las fiebres, cualquiera que sea. La fiebre del paludismo puede ser mortal. La fiebre de la gripa tumba a cualquiera, por macho que se las dé. La fiebre de las infecciones está aliada con los cementerios. La fiebre del amor es producida por un bicho, que cuando pica, no se encuentra remedio ni en la botica, según dice una canción popular.
De modo que el consejo es no afiebrarse hasta el extremo. Ir al estadio, pero lejos de los perniciosos y de los que forman la guachafita, y salir derechito para la casa. O escuchar el partido por radio, o verlo por televisión.
Un partido visto de lejos, en la intimidad de una cama, por ejemplo, es más placentero que aguantar el sol de las tribunas y los gritos de los borrachos y los madrazos que le llueven al árbitro. Eso dicen. Habrá que ver y habrá que escuchar lo que dicen los hinchas fieles. Y las hinchas, aunque no sean tan fieles.