Lo que está ocurriendo en Colombia es verdaderamente insólito y siembra de dudas el futuro.
Me refiero al debate electoral para elegir a los funcionarios regionales, porque mientras muchos ciudadanos se ocupan del tema de la paz bien sea con apoyos vehementes o con críticas de diversa naturaleza, parece que la mayoría de los políticos en campaña vivieran en otro mundo, completamente desentendidos del momento crucial que vive el país.
Es asombroso lo que informan los medios de comunicación sobre la corruptela de trampas, falsificaciones, uso indebido de dineros, etc. con que se pretende llegar a gobernar a los departamentos y municipios.
Ese impudor de adueñarse de los presupuestos regionales es lo que suscita en los ciudadanos el menosprecio por los políticos y conduce al irrespeto generalizado hacia las autoridades gubernamentales.
Una nación que anhela la paz basada en la lucha contra la pobreza, la erradicación de la corrupción y el imperio de la justicia, ve con estupor que muchos grupos políticos se hayan especializado en adueñarse cínicamente de los dineros que servirían para el funcionamiento eficaz de las instituciones y la atención de las necesidades de la población.
Pero no se trata solamente de los criminales reconocidos que se han infiltrado en la política; lo decepcionante es que casi todos los aspirantes a los cargos de elección están imbuidos del mismo afán por enriquecerse a costa del erario público, y se hacen acompañar de quienes ya no sólo aspiran a tener un empleo o a acceder a una dignidad del gobierno, sino que están listos para repartirse los contratos y apoderarse de las oficinas que les permitan cometer sus delitos.
Es tan desfachatada es la corrupción que, abiertamente, se pone precio a los cargos más apetecidos.
El desprestigio que puede llegar a cubrir a toda la clase política del país es el caldo de cultivo para que un líder populista al estilo de Chávez nos convenza de que puede acabar con la inmoralidad y la inoperancia gubernamentales.
Por eso es incomprensible que, en esta campaña, tantos candidatos se desentiendan de las negociaciones en las que las Farc van a constituirse en una alternativa de poder como grupo político.
Ni siquiera al gobierno pareciera importarle que continúe la perversión en la política con tal de lograr la victoria pírrica de estas elecciones, porque sigue tan campante el reparto de la “mermelada” y el festín de los contratos. La ciudadanía ve a esa forma de capturar votos como algo francamente repugnante.
La frágil democracia colombiana se está debilitando más por la injerencia del poder gubernamental para influir en la voluntad de los ciudadanos, no precisamente por la solución de sus problemas sino por los halagos electorales; y, lo que es más peligroso, por la politización de la justicia, porque basta repasar las últimas noticias para comprobar que, por ejemplo, la fiscalía se ha convertido en un bastión político desde donde se persigue a unos partidos o se interviene descaradamente en favor de otras banderías. ¡Vamos por mal camino!