De pronto en el pueblo se corrió la voz de que en la vieja casona de Agua Linda, abandonada, sin dueño, sin Dios y sin ley, a diez minutos de Las Mercedes por el camino que conduce a Sardinata, había un “entierro”.
Decían los viajeros nocturnos que veían luces que iban de la casa hasta la ceiba gigante del patio, y que se escuchaban quejidos lastimeros como de alma en pena.
Agua Linda había sido una hacienda importante, con una casa de paredes de tapia pisada, techos de teja cocida y corredores empedrados, de propiedad de don Loreto Ordóñez, primo hermano del padre Raymundo Ordóñez Yáñez, fundador de Las Mercedes.
Dicen que, a falta de hotel en el pueblo, en aquella casona se hospedaban los personajes adinerados que llegaban a comprar ganado, café, tierras o cacao, que se encontraban a buenos precios en la región.
Cuando murió don Loreto, los familiares se fueron, la hacienda se acabó, la casa se fue desmoronando poco a poco, y de lo que había sido ejemplo de trabajo y verraquera, ahora sólo quedaba un esqueleto de edificación, carcomido por el abandono y la tristeza.
Así la conocí yo. Y en ese estado de postración se encontraba la casa, cuando salieron con el cuento de las luces, los ayes y el supuesto “entierro”.
Decían que seguramente don Loreto había enterrado allí sus riquezas para tenerlas seguras, o platas ajenas que le daban a guardar los visitantes, y la muerte lo sorprendió con las moyas enterradas.
Había ya cumplido mis quince, de pantalón largo y llaves de la casa, cuando un primo y unos amigos me propusieron que los acompañara un viernes santo a sacar la guaca de Agua Linda.
Me pintaron pajaritos de oro, me hicieron ver la cantidad de morrocotas que me correspondería, y me ilusionaron con un futuro lleno de riquezas, como nadie jamás las había tenido en el pueblo.
Se decía que no era una sola guaca sino varias, me mostraron un mapa de la hacienda y los probables sitios donde se hallaban los tesoros escondidos. Me pidieron –eso sí- absoluto secreto, pues nadie debía enterarse de nuestra aventura, para que no nos robaran la idea.
Llegó el tan anhelado viernes santo. Mientras los fieles asistían a la procesión del santo sepulcro, los cinco desenterradores nos largamos hacia Agua Linda, cargados de palas, picas, agua bendita y muchos rezos en la boca.
Pero antes de empezar a cavar, alguien dijo que a él, por ser el de la idea, le tocaba el doble de las morrocotas. Otro alegó que las herramientas eran suyas. Otro dijo que él había hecho el mapa y los estudios. Mi primo dijo que el aguardiente para templar los nervios era gasto suyo, y yo mostré el agua bendita que llevaba contra los espantos.
Nos trenzamos en una acalorada discusión, no hubo acuerdo posible sobre el reparto, y así llegamos al pie de la ceiba, donde un hueco enorme y unos restos de moyas de barro nos esperaban: Otros aventureros se nos habían adelantado.
Me atropellan estos recuerdos, ahora, cuando Colombia, España, Inglaterra, Ecuador, Nicaragua, Venezuela y no sé quién más, han empezado a disputarse los supuestos tesoros del galeón San José, hundido hace un jurgo de años frente a nuestras costas. Ya se anuncian demandas internacionales y hasta un conflicto mundial puede generarse a causa de aquellos doblones que nadie sabe si habrá, u otros piratas se habrán adelantado.
Cuando en aquella oportunidad le conté lo sucedido a mi abuelo, Cleto Ardila, él, con su sonrisa de siempre y su sabiduría de arriero, me dijo: “Mijo, se pusieron a ensillar antes de traer el burro”. Hoy yo lo repito: “Cuidado, Juanpa, no ensille ni empiece a repartir más mermelada antes de tener aseguradas las morrocotas del entierro marino”.