La vaina se les empezó a poner fea a los españoles desde el 25 de julio, en el Pantano de Vargas. La batalla comenzó y desde el principio se vio que las fuerzas realistas llevaban las de ganar. Las apuestas iban 3-1, a favor de los hispanos. Los de España estaban bien atrincherados, bien alimentados, con rifles modernos, y en cambio los nuestros, raquíticos, con hambre, todavía cansados de la subida que les había tocado pegarse a la pata de Bolívar y Santander, desde los Llanos hasta el páramo de Pisba para sorprender al ejército realista.
-Nos cargó el patas –dicen que dijo Bolívar cuando vio, desde la cima donde dirigía la batalla, que los españoles venían cargando con todo, y a los criollos, de cotizas y escopeta, les había tocado recular.
El caraqueño se tiraba las mechas, les daba pata a las piedras y tenía los ojos enrojecidos, a punto de llorar y de tirar la toalla. Al verlo en semejante estado se le acerca un coronel, Juan José Rondón, quien le reprocha:
-¿Pero por qué se pone así, mi general?
- ¿Y todavía lo pregunta? ¡Coño! ¿No ve que perdimos la batalla?
-Perdimos es mucha gente, mi general. Los jinetes llaneros aún no hemos peleado.
-¡Cónchale, vale! ¿Y por qué no han entrado a la furrusca? –dijo Bolívar, abriendo esos ojos como soles en tormenta.
-Porque usted no ha dado la orden. Los llaneros somos bravos pero somos disciplinados, mi general.
-Bueno, pues, háganle, de una. Miren, a ver si pueden arreglar este verguero. Coronel, salve usted la patria.
Esto que dice el hombre, y sale no sé de donde, del monte, de las piedras, del cielo, del infierno, un puñado de jinetes montados a pelo, con lanzas, y se abalanzan sobre los que ya se creían triunfadores que, cogidos de sorpresa, no tuvieron más remedio que salir huyendo. Los lanceros eran catorce, no más, pero la muenda que les dieron a los soldados del rey, fe del carajo. Los historiadores se solazan contándola. Si la leyenda es cierta, los llaneros son unos Berracos, con b larga y mayúscula.
De manera que la Batalla del Puente de Boyacá, doce días después, fue pan comido para los patriotas. La vanguardia al mando de nuestro paisano, Francisco de Paula Santander, hacía estragos entre los españoles que ya venían atemorizados, desde Vargas. Y los del grueso, y los de la retaguardia y los de los flancos, todos los criollitos y algunos extranjeros se cubrieron de gloria en el puente sobre el río Teatinos.
Todos los del ejército libertador fueron unos héroes aquel 7 de agosto de 1819, soldados y comandantes, pueblo y generales, hombres y mujeres, pero dos hombres sobresalieron: Francisco de Paula Santander, el que con sus hombres iba abriendo el camino de la victoria y un muchacho llamado P edro Pascasio Martínez, símbolo de la anticorrupción.
Barreiro, el comandante español, dizque fue sorprendido después de la batalla, acurrucado cual miserable gallina debajo de unas piedras. Como vulgar Odebrecht, sólo acertó a ofrecerle al muchacho su alforja (no eran bolsas de plástico) llena de monedas de oro, a cambio de su libertad.
El muchacho, ejemplo para hoy, aquí, allá y acullá, no se dejó comprar: “Siga o lo arreo”. Si hoy siguiéramos ese ejemplo, sería suficiente para declarar a la Batalla de Boyacá, el máximo altar de nuestra patria. Si lográramos derrotar a la corrupción, al estilo Pascasio, tal vez seríamos un país de verdad libre.
Porque, hablemos a calzón quitao: Doscientos años celebraremos mañana de la Batalla de Boyacá, pero no somos libres. Nos libramos del yugo español, pero caímos en la garras de la corrupción, en todos los niveles, que ha resultado peor que el dominio español. Tal vez algún día no lejano aparezca otro Pedro Pascasio. Dios lo quiera.