Cristóbal era un muchacho de familia humilde. Por falta de plata no lo mandaron a estudiar. Pero el chico era inteligente y por su cuenta aprendió a leer y a garabatear el alfabeto.
Mientras los otros niños se iban a la plaza a darle pata al balón o se iban a la loma a elevar cometas, Cristóbal se iba al río, solitario, a soñar con viajes y aventuras. Hacía barquitos de papel y los echaba al agua y veía cómo se iban y se iban y no volvían. Era raro el muchacho.
Cuando tuvo edad de trabajar, le ayudaba al papá, a la mamá, a los tíos, a los que le dieran trabajo.
Pero un día, Cristóbal se perdió del pueblo. Nadie volvió a saber nada de él. Ni la familia, ni los amigos más cercanos daban razón de aquel muchacho inteligente, pero huraño; trabajador, pero aventurero; buena gente, pero soñador empedernido.
Se fue al mar y las olas se lo tragaron, decían algunos. Se metió a la selva y se perdió en la manigua, decían otros. Consiguió plata y se olvidó de sus viejos y de su pueblo, añadían los malintencionados.
Pero nadie sabía que andaba en lo suyo. Cristóbal sabía que había otro mundo, con otros personajes y otros animales. Un mundo nuevo que él quería conocer. Pidió ayuda, y unos lo tildaron de loco. Tocó una y otra puerta, aquí y allá y parece ser que alguien le dio la mano. Vaya uno a saber.
Pasó el tiempo, pasaron los días y los meses, pasaron los años. Un día sucedió lo increíble. Era un domingo. A la salida de misa la gente salió corriendo hacia la pensión Central, de doña Ignacia, la única del pueblo. En la entrada, un policía cobraba la entrada. Los que iban entrando, contaban al salir lo que había adentro.
Así supimos que Cristóbal Mantilla había regresado. Tenía botas de caucho, ropa de dril caqui y sombrero de los que usan los expedicionarios. Lucía una barba de muchos años y hablaba enredado. Pero no estaba solo. Allí tenía, en exhibición, cinco indias, semidesnudas, vestidas sólo con un guayuco, que aquel nuevo conquistador traía de las selvas del Catatumbo.
Por la desnudez de las indias, con los pechos al aire, a los niños la policía no nos dejaba entrar, aunque pagáramos los veinte centavos que valía el espectáculo. De modo que lo que aquí cuento, lo supe por boca de los más grandes, que pudieron entrar, y su testimonio es verdadero.
Resulta que Cristóbal, amigo de viajes y aventuras, se internó en las profundidades de la selva, no holladas hasta entonces por blanco alguno. Parece que llegó a una colonia de motilones, que lo albergó en su seno o en los senos de las mujeres, y allí se quedó, adelantándoseles en varios años al eudista Rafael García Herreros, a la Hermana Laura y al noriego Olson.
Cristóbal hablaba con las indias en una jeringonza inentendible para los demás, y traducía al mercedeño lo que ellas decían. Contaba que su regreso duró quince días, caminando a veces por la selva y a veces por el río, orientándose por los rayos del Faro del Catatumbo, y que lo había hecho para que sus paisanos mercedeños conocieran lo que él había descubierto. Por eso llevaba indias, flechas, dos micos y varios pajarracos de colores, de la selva.
Desde entonces Cristóbal Mantilla fue don Cristóbal, un héroe de mi infancia, amigo de viajes y de aventuras, comerciante de indios y vendedor de micos y guacamayas. Lo recuerdo con respeto, como recuerdo todos los años, el 12 de octubre, al otro Cristóbal, el genovés, que descubrió a las Indias y que en su viaje de regreso también llevó a España, indios, pajarracos de colores, plantas raras y flechas. ¡Loor a su memoria!, como dice un amigo en sus discursos.