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Cristo, la burra y el abuelo
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Miércoles, 1 de Abril de 2015

En el libro Se acabaron las vírgenes conté lo que le sucedió a mi abuelo un domingo de Ramos.

El libro se agotó, pero la historia sigue teniendo actualidad. Por eso lo traigo hoy a rememoración:

Hace algunos años, el cura de Las Mercedes, donde vivíamos, resolvió organizar una Semana Santa con representaciones en vivo de algunos cuadros bíblicos.

Al abuelo lo seleccionaron para que hiciera de Cristo, quizás por su luenga barba o tal vez por el halo de santidad que a toda la familia nos circunda.

Los más allegados participamos activamente en la preparación anímica, física e intelectual de quien había sido designado para tan alto ministerio. Túnicas, velos, tinturas, peinados y demás utilería. Agotadores ensayos a puerta cerrada. Memorización de diálogos.

Nada se dejó al azar. Estaba en juego no sólo la actuación del abuelo sino el honor de la familia.

Pero el Domingo de Ramos, día en que el abuelo haría su debut como representante del Altísimo, tuvimos un altísimo problema, cuando comprobamos que la mansa burra destinada para la entrada triunfal a Jerusalén, se había escapado la noche anterior.

Como no fue posible hallarla (seguramente en su humildad pensó que no era digna de semejante papel), tratamos de buscarle reemplazo a las carreras, pro en toda la comarca únicamente encontramos un burro cerrero y mañoso, que, asustado ante la multitud aleluyante, se negó a caminar, no obstante que ya Cristo estaba sobre sus lomos.

De nada valieron improperios y empujones.

El burro seguía clavado en su sitio simulando mansedumbre, con la terca pasividad de los rebeldes inactivos.

Fue entonces cuando algún muchacho, al que nunca pudimos identificar plenamente, chuzó al jumento en sus partes nobles, con el tronco de un ramo bendito.

Allí fue el desbarajuste total: brincos, relinchos, coces, mujeres corriendo, niños gritando y hombres riéndose, mientras el pobre Cristo, desgajando madrazos, se iba al suelo, entre burlas, cánticos y palmas.

Perdió, así, brillantez aquella Semana Santa porque el abuelo, aunque dolorosamente aporreado y a pesar de nuestros ruegos, se negó a aceptar reemplazo para su divina actuación.

De manera que, como no podía agacharse, no pudo lavar los pies de sus discípulos el Jueves Santo.

El viernes, Simón de Cirene tuvo que cargar la cruz durante todo el trayecto hasta el Calvario.

La Verónica no pudo enjugarle el rostro ensangrentado, ni María pudo abrazar a su santísimo Hijo y abuelo nuestro.

Y ya en el Gólgota, aquel Cristo sólo pudo ser clavado de un brazo porque el otro lo llevaba en cabestrillo.

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