Tengo una amiga que se muere por los hombres con barba, según me lo confesó. Y, en verdad, yo no sé qué les verá a los barbados. Y lo digo no por envidia ni por resentimiento por yo haber salido lampiño. No. Lo digo porque recuerdo las enseñanzas de mi mamá cuando veía a alguien con barba larga: “Ese tipo es un cochino, en su barba deben acampar piojos y pulgas. A usted ni se le ocurra algún día, cuando le salga barba, dejársela crecer, porque cojo un cuchillo y se la afeito”. Mi mamá no tuvo necesidad de cumplir sus amenazas, porque nunca me salió barba suficiente como para que creciera y descendiera pecho abajo.
Cada quien tiene derecho a dejarse crecer lo que le crezca. Yo, que soy creyente hasta más allá del Credo, me inclino ante la barba del Padre Eterno, que nos creó, y ante la barba de Jesús, que murió por nosotros, y ante las alas del Espíritu Santo, que nos ilumina.
Los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento tampoco me caen mal por sus barbas. No me imagino al pobre Moisés, sin barba, rompiendo piedras en busca de agua para darles de beber a los hebreos. Ni al borrachito de Noé, sin barba, caído de la rasca, mirando llover y llover, desde su arca.
Hay barbas famosas como la de Marx y la de Fidel Castro, culpables de los estragos que ha hecho el socialismo, donde quiera que lo han ensayado. Muchos científicos, investigadores, escritores y artistas han lucido sus barbas como parte de su personalidad.
Eso está bien, o estuvo bien. Lo que no entiendo es la posición de mi amiga y de otras mujeres, que se enamoran de tipos barbados, y a nosotros, los limpios de corazón y de mejillas, ni siquiera nos miran.
Cuando yo estaba en el colegio, los más grandes nos aconsejaban a los que les seguíamos, que nos afeitáramos todos los días, en seco, para que rápido ingresáramos al combo privilegiado de los barbados. ¡Mentiras! Yo vivía con los cachetes rojos, de tanta afeitadera, y jamás pasé de los dos o tres pelos que siempre me han acompañado.
En cambio fui bigotudo. En la universidad era reconocido desde lejos por mi bigote poblado, basto y ancho. Algunos me llamaban bigote´brocha, otros me señalaban como el de bigote mazamorrero y no faltaban los que le decían perversidades, groserías y obscenidades a mi bien cuidado bigote, hasta que decidí rapármelo.
Alguna vez, cierta novia rompió nuestro compromiso amatorio, el día que le mostré una foto vieja de la época de mi bigote. “Si usted fue capaz de tener ese bigote, es capaz de cualquier cosa”, fue su argumento para dar por finalizadas nuestras relaciones amorosas.
No fui de buenas, en cambio, para la barba. Por eso ninguna mujer muere por mí, y ninguna a quien le gusten los barbados me tiene en cuenta. Pero no importa. Me defiendo con lo poco que tengo. Quiero decir, con la poca barba.
Otra amiga me salió con el cuento de que le gustan los barbados calvos. ¡Habrase visto! Le gusta sin pelos pero con pelos. Las mujeres son contradictorias. Quién las entiende, por Dios.
Yo soy medio calvo y medio barbado. O sea que a las mujeres les gusto a medias. No quiero tener por cabeza, una bola de billar; ni quiero tener barba de guerrillero aunque no les caiga bien a los de la JEP.
Le pido a Diosito lindo que me deje así. Alguna me ha de querer. Y con esa me basta y me sobra.
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