
Entre 1980 y 2017, el PIB per cápita chino se multiplicó más de treinta veces y más de 850 millones de personas salieron de la pobreza extrema, cifras que retan los manuales clásicos sobre el “orden secuencial del desarrollo”. Una idea que podemos simplificar en: primero crecimiento, luego instituciones; o primero instituciones, luego crecimiento.La obra de Yuen Ang, “How China Escaped the Poverty Trap”, debatela raíz de esa visión unidireccional, y propone un sistema complejo adaptativo, donde mercados e instituciones coevolucionan, en un proceso tan desordenado como fértil.En el caso chino, ni el crecimiento surgió como un subproducto inevitable de un marco institucional previamente consolidado, ni la modernización estatal antecedió linealmente a la expansión de los mercados. Por el contrario, ambos se reforzaron: el mercado impulsó reformas institucionales, y estas reformas, aunque a menudo parciales e improvisadas, facilitaron el crecimiento.
Ang muestra sin rodeos cómo, en sus etapas iniciales, China supo capitalizar rasgos que, bajo esquemas convencionales, habrían sido considerados defectos. La tolerancia a ciertos niveles de corrupción, la difusa fusión entre intereses públicos y privados, así como los arreglos informales, funcionaron paradójicamente como motores para crear mercados allí donde antes solo existía rigidez planificada. Los burócratas locales, al participar directamente de los beneficios económicos, se convirtieron en actores interesados en atraer inversiones y dinamizar los negocios. Este “profit-sharing” burocrático –que en otros contextos se calificaría como captura del Estado– actuó como un estímulo para el emprendimiento local. Sin embargo, el costo, como reconoce la propia Ang, fue una corrupción extendida y un creciente descontento ciudadano, que posteriormente se contuvo mediante un poder central fuerte. Cabe destacar que los funcionarios eran evaluados con métricas concretas de desempeño y recompensados con ascensos, bonos e incluso prestigio.
Lo anterior en una condición que Ang denomina “improvisación dirigida”: el Partido Comunista estableció metas generales y amplios márgenes de maniobra, pero dejó que los gobiernos subnacionales experimentaran libremente dentro de ese perímetro. Así, muchos de los hitos que definieron el milagro económico chino –zonas económicas especiales, incentivos locales, liberalización parcial– no fueron fruto de un diseño central minucioso, sino el resultado de ensayos locales exitosos que luego fueron escalados.
Ang utiliza la metáfora evolutiva para narrar este proceso: hubo variación (diversas políticas locales emergiendo en paralelo), selección (los experimentos que demostraban eficacia eran promovidos o replicados) y creación de nichos (diferenciación funcional de regiones: las costas industrial-exportadoras primero, el interior agrícola-manufacturero después). China no dudó aceptar la asimetría espacial y temporal como resultado de esta estrategia: dejó que algunas provincias se enriquecieran primero, bajo la premisa –que Deng Xiaoping resumía sin recato– de que eso terminaría por arrastrar al resto.
El libro de Ang invita a reflexionar críticamente sobre las estrategias de desarrollo y a cuestionar la ilusión de aplicar, como una “varita mágica”, las llamadas “buenas prácticas” en abstracto. También impulsa a desmitificar ciertos prejuicios, que a menudo surgen de la animadversión ideológica fundada en la ignorancia, o de una “benevolencia ideológica” acrítica. Su mensaje central radica en comprender la lógica de la coevolución institucional, la variación y el aprendizaje local. Asimismo, plantea el complejo dilema ético sobre cómo equilibrar el pragmatismo económico con la calidad democrática.
Por último, aunque pueda parecer paradójico, China, en ese vasto laboratorio histórico de experimentación para combatir la pobreza, se caracterizó por ser un Estado infraestructural, en el sentido que le atribuye Michael Mann. Este autor concibe la capacidad estatal no solo como el poder autoritario que el Estado ejerce sobre la sociedad, sino, sobre todo, como su habilidad para implementar decisiones y políticas mediante su propia estructura organizativa. Es decir, no basta con poseer el poder para imponer; el Estado necesita contar con una infraestructura que le permita actuar con y a través de la sociedad, alcanzar efectivamente sus objetivos y, al mismo tiempo, consolidar su legitimidad a partir de los resultados obtenidos.
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