Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y uno de los más agudos críticos del modelo global contemporáneo, advirtió hace más de dos décadas que la globalización, tal como fue diseñada, “prometió prosperidad para todos, pero entregó desigualdad y desilusión”. Hoy esa advertencia impacta la realidad de nuestro pueblo: mientras el mundo se atrinchera tras fronteras físicas y emocionales, miles de colombianos siguen haciendo filas para irse del país… y para no volver, en 2024: 1.315.164 colombianos migraron para no regresar, buscando una residencia permanente fuera del país.
Las cifras de Migración Colombia hablan de movilidad, de oportunidades, de “cerebros globales”, pero detrás de cada vuelo sin regreso hay una historia de desencanto, de jóvenes que no ven horizonte en su propio país, de familias que cambian arraigo por supervivencia. Se van buscando estabilidad, y lastimosamente encuentran puertas cerradas por los mismos países que un día celebraron la apertura económica y los tratados de libre comercio. Esa es la gran paradoja del presente: el mundo que impulsó la globalización ahora la teme, y quienes más la necesitan son los que quedan afuera.
La globalización para quienes vivimos ese momento, fue vendida como una autopista de doble vía: libre tránsito de bienes, servicios y personas. Pero en la práctica, solo circulan con comodidad los capitales y los productos de las marcas tradicionales; los seres humanos, en cambio, son vistos como exceso, como amenaza o como carga social. Stiglitz lo describe sin rodeos: “se globalizan los mercados, pero no la justicia”. Es decir, se socializan los riesgos y se privatizan las ganancias.
Espacio ideal para recordar la promesa que nos dejo el capitalismo liberal y que seguramente podremos compartir con nuestros lectores en una próxima columna, pero por ahí va el tema, algunos se quedan con las inmensas fortunas o los mercados productivos y muchos se quedan con la lucha por llegar al día después.
Colombia, con su eterna promesa de desarrollo y sus recurrentes crisis, es el espejo perfecto de ese desajuste. Mientras aquí discutimos si hay o no oportunidades, la gente empaca maletas. Y no se van solo por pobreza, sino por hastío, miedo o sencillamente porque no encajan entre tanta desigualdad. Por la sensación de que los esfuerzos individuales no alteran estructuras ancladas en la incertidumbre. Lo más inquietante es que, aunque se marchan del territorio, no escapan de la lógica global que los expulsó. Llegan a un mundo que ya no cree en la globalización, que levanta muros, endurece visados y mira con recelo al extranjero, que blinda su cultura y porque no decirlo aprovecha de vez en vez para abusar de la necesidad.
Vivimos una especie de malestar planetario, una fatiga moral del sistema que prometió movilidad ascendente y terminó generando exclusión horizontal. Lo que alguna vez se llamó “aldea global” hoy parece una colección de fortalezas nacionales, donde cada gobierno busca blindarse del otro, y donde la palabra “migrante” se ha convertido en sinónimo de sospecha.
Pero ¿qué pasa cuando la globalización deja de unir y empieza a fragmentar? Stiglitz sostiene que el fracaso no está en la idea de la globalización misma, sino en su gestión. No es el intercambio lo que enferma, sino la falta de equidad en las reglas del juego. Y ahí, quizás, radica la verdadera tragedia latinoamericana: jugamos en un tablero diseñado para perder, donde los incentivos favorecen a los ya poderosos y castigan a quienes apenas empiezan a andar.
A la pregunta de por qué tantos colombianos se van, la respuesta no es solo económica. Es existencial. Se van porque sienten que afuera hay un orden, aunque los rechacen; porque adentro, hay desorden, aunque los aplaudan. Y así se perpetúa un ciclo perverso: el talento huye, la frustración crece, y el país se queda mirando cómo se vacían sus universidades y sus aeropuertos.
Quizá el desafío no sea detener la globalización, sino reformarla con rostro humano, como insiste Stiglitz. Una globalización que no mida el éxito por el PIB sino por el bienestar; que no convierta la movilidad en privilegio, sino en derecho. Una globalización donde quedarse también sea una opción digna.
El reloj sigue marchando.
Y mientras el mundo se cierra, los colombianos seguimos saliendo por la puerta del embarque con un pasaporte lleno de esperanza y una maleta vacía de certezas.
¿Y tú, te quedas o te vas?
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