Tengo un amigo, médico, que vive enamorado. Enamorado de su profesión, de la vida, de la naturaleza, del campo. Cada vez que tiene oportunidad se larga de la ciudad a untarse de sudor campesino, a engrudarse de boñiga, a empaparse del olor de las vacas, a inspirarse en los arreboles de los atardeceres.
Si por él fuera, instalaría su consultorio en el campo, lejos del bullicio de la urbe, pero es muy difícil examinar pacientes a la luz de una vela y acondicionar para camilla las canoas donde come el ganado y tener que mandar enfermos al hospital a lomo de mula.
Ante esa imposibilidad, el galeno se da sus mañas para traer el campo a la ciudad, llenando las calles y avenidas de largas y tupidas arboledas.
El hombre recuerda cuando a Cúcuta se le conocía como la Ciudad mejor arborizada de Colombia. Pero cuando otras ciudades comenzaron a llenarse también de árboles, a Cúcuta, para diferenciarla, la apellidaron Ciudad verde.
El verde, sinónimo de esperanza y de naturaleza, sirvió para que un partido político se llamara también Verde. Había, entonces, que cambiarle el apelativo y así surgió Cúcuta, ciudad de árboles.
Y ahora es una ciudad de árboles. De árboles grandes y bonitos, unos pocos.
De árboles caídos o a punto de caerse, otros. De árboles secos y de mal aspecto, muchos.
El médico sufre cada vez que ve algunos parques con muñones de árboles, sin hojas, sin verde, sin frutos, sin flores.
Porque “los árboles mueren de pie”, según el decir de Casona, Cúcuta muestra troncos secos, mutilados como si hubieran perdido sus extremidades a manos de la guerrilla, pero siguen ahí, como testigos mudos de la indolencia oficial y la indiferencia de los cucuteños.
Al médico se le encoge el alma, cada vez que ve cuadrillas de ‘podadores’, enviados por sus empresas, dándoles machete a diestra y siniestra a los ramajes que dan sombra y frescura y elegancia.
Al médico se le rebota la paciencia y se le engrifa el bigote, al ver que sus cartas y mensajes y razones que envía a las autoridades ni siquiera son respondidos.
Entonces optó, la semana pasada, por otra solución. Se fue a un vivero y adquirió doscientos cincuenta arbolitos que le regaló a la Alcaldía, para que los siembren en Cúcuta.
Si el alcalde da el visto bueno, pronto veremos nuestras calles adornadas con urapos, cañahuates, samanes, pardillos y cedros caoba. Y si no se los roban, porque a la semana del médico haber regalado los pequeños arbolitos, ya faltaban treinta de ellos. No se sabe a dónde fueron a parar.
Ahora sé por qué a mi amigo le fascinan los árboles. Es que él es como ellos. Tiene la fortaleza de un roble. Da sombra y cobijo, como el samán de Bochalema (el pueblo de su esposa), a todo el que se guarece bajo su protección. Resiste las tempestades con la fortaleza de la palmera, que no sucumbe ante el huracán. Tiene la dulzura que ofrecen los árboles frutales, está hecho de madera fina y resistente como el cedro, es recto y servicial como la guadua, y su alma florece con la belleza del cañahuate.
Ojalá en Cúcuta hubiera dos, cinco, diez, muchos hombres íntegros y amantes de los árboles, como el médico Pablo Emilio Ramírez Calderón.