El domingo pasado, día comercial del padre, me entró la nostalgia y casi me agarra la lloradera. Resulta que unos vecinos estuvieron de farra toda la noche y al amanecer cambiaron los vallenatos y la salsa por boleros y música colombiana. Yo recordé mis viejos tiempos ¡viejos y buenos tiempos! en los que también me gustaba, amanecido, ver salir el sol, al son de boleros y una que otra ranchera.
Yo también tuve veinte años, pensé, y traté de levantarme, entre pajaritos, a ver la salida del sol, pero me pudieron los años y el regaño de mi mujer. De modo que tuve que quedarme entre cobijas, rumiando mis recuerdos.
Con cada canción que los vecinos disfrutaban, a mí me coronaba la tristeza. Se oía que cantaban todos, en un coro disparejo y etílico-somnoliento. Cantaban, aunque en escalas distintas, pues mientras la canción estaba en do, ellos cantaban en fa, y cuando había que hacer un alto sostenido, ellos hacían un bemol bajo.
Tuve ganas de coger la guitarra y pegármeles, pero recordé las enseñanzas del profesor Santafé, mi maestro de música de hace cincuenta años: “Jamás canten con borrachos, a menos que uno sea el borracho”.
Las canciones al padre se sucedían: Mi viejo, de Piero. Mi padre, de Vicente Fernández. A mi padre, de José Luis Perales.
Muchas canciones, dedicadas al viejo que ya no está, al que nos tocó remplazar. Se escuchaba que con cada canción ellos brindaban, mientras yo con cada canción más vueltas daba en la cama.
La cosa llegó a su máxima expresión, -me refiero a la nostalgia- cuando pusieron aquel pasillo lento que dice: Ya se murió mi viejo, ahora el viejo soy yo.
Suspiros entrecortados, lágrimas a punto de aflorar, recordaciones que hacía tiempos no llegaban y añoranzas me acompañaron hasta que a los vecinos los dobló el sueño, o se largaron con su rochela a otra parte, o los tumbó la juma. Cualquier cosa pasó, pues se callaron. Se callaron, pero los recuerdos siguieron. El mal ya estaba hecho.
Entonces me entró la pensadera. Los años pasan, los tiempos corren, sin que nos demos cuenta. Cuando abrimos los ojos, ya estamos viejos, sin tiempo para rectificar o para salir del atolladero.
Desiderata, aquel viejo poema, cuya autoría no se sabe a ciencia cierta a quién le pertenece, vino en mi ayuda: “Acata dócilmente el consejo de los años, abandonando con donaire las cosas de la juventud”. Y ahí está lo difícil. Porque no es fácil aceptar que ya no somos jóvenes, que estamos más cerca del hueco que de la cuna.
Recuerdo el día que hacía cola en un banco, y una señorita gritó desde la caja:
-Allá, el señor de la tercera edad, pase a la fila prioritaria.
Todos miramos hacia atrás, a ver el afortunado a quien iban a atender prioritariamente. En un instante descubrí que las miradas iban dirigidas hacia mí. Yo era el señor de la tercera edad. El viejo era yo. Fue duro tener que pasar por delante de todos, que me abrían paso, solícitos y caritativos con el viejo. Tuve ganas de salir corriendo para demostrarles mi juventud, mi fortaleza y mis energías. Afortunadamente no lo hice. Mi resuello no da para tanto.
Algunos dicen que la que envejece es la cédula. Otros dicen que la juventud va por dentro. Y hay otros que aseguran que la vejez es cuestión mental. Con eso nos damos contentillo.
Decía que el domingo fue un día de mucha nostalgia. Por fortuna, los creyentes tenemos a Dios, que es nuestra juventud, según dice una canción de iglesia, para refugiarnos en Él. Me fui a misa en la tarde, donde los padres carmelitas, mi parroquia, y ellos tan generosos, nos dedicaron a los papás, en mitad de la misa, una hermosa canción de Alci Acosta: Viejo Cascarrabias. ¡Como para seguir berreando!