
En más de 60 años de conflicto armado en Colombia la suma de víctimas es devastadora.
El registro oficial las calcula en diez millones. Es el resultado de las acciones de violencia con escaladas de muerte a sangre y fuego y otras prácticas criminales como el secuestro, la extorsión, el desplazamiento obligado para apoderarse de la tierra de los campesinos, el reclutamiento de menores, la trata de personas, el abuso sexual, la desaparición forzada, la explotación ilegal de los recursos naturales, el sometimiento de las comunidades a las presiones de clanes despiadados, etc.
Los grupos armados de diferentes vertientes han obrado con ánimo de exterminio. Una parte de lo que surgió como guerrilla terminó en una degradación desmedida, contrariando principios que abanderaban la lucha contra la desigualdad.
El ideal de promover una democracia articulada a la paz se cambió por las hostilidades contra la población civil. Y esa marejada de barbarie se hizo más borrascosa con la entrada en acción del paramilitarismo en alianza con los narcotraficantes que intensificaron la hoguera de la muerte.
La violencia de los grupos armados le ha representado al país un desgarramiento desolador. El sacrificio de tantas personas deja un lacerante saldo de víctimas.
Es una sociedad bajo el maltrato del exterminio y la violación de derechos fundamentales, tal es el de la vida en condiciones de seguridad. Los crímenes de dirigentes políticos, lideres de causas sociales, periodistas, miembros de la Fuerza Pública, defensores de los derechos humanos, mujeres, indígenas, empresarios, afros y hasta combatientes de los grupos insurrectos, afectan a muchas familias en particular y a la sociedad colombiana en general.
Es un aniquilamiento de la vida que debe llevar a ponerle punto final a la confrontación que se volvió rutinaria o cotidiana.
Ante tanto sacrificio humano, sin nada que lo justifique y cuando están pendientes de solución problemas cruciales, los colombianos no pueden seguir pasivos frente a los derrumbamientos que provoca la violencia.
La reparación que demandan las víctimas impone el compromiso de asumir la paz como prioridad. Y no se trata de una salida con más enfrentamientos. Es el desmonte de todos los factores que alimentan los males padecidos.
Por eso los cambios que están planteados deben debatirse con la debida lucidez para llegar a conclusiones que no sean el arrebato de la negación sino la comprensión de la realidad.
Es la urgencia de salir de las estrecheces que tanto peso tienen en la vida de todos a una democracia funcional que le garantice a Colombia la dimensión que merece.
Reparar a las víctimas no es entregarles un subsidio que no pasa de ser un paliativo. Es reconocer su dolor y contribuir a su superación en la medida que tiene que ser. Debe entenderse que la construcción de paz no es un embeleco politiquero. Es una causa de Estado y de gobernanza.
Es reconocer derechos y preservar los valores que le den solvencia a la existencia humana. Es la savia que irrigue el florecimiento creador para una vida por encima de lo vulnerable.
Puntada
El libro “La Bitácora de mi vida”, de Alonso Ojeda Awad debe encontrar espacios en Cúcuta. Ojalá se programe su presentación en la ciudad. ciceronflorezm@gmail.com
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