Dos temas me vienen a la mente hoy: Venezuela, la pobre y miserable Venezuela. Hace años, décadas, recuerdo que era el paraíso de las clases bajas y medias. Todos soñaban con ir a Maracaibo.
Y basta mirar lo que pasa por estos días. Leí hace poco un desgarrador, terrible y doloroso hecho sobre el vecino país: Las personas, hambrientas, han irrumpido en los zoológicos para hacer de las fieras encerradas su alimento. Quien pensaría que un león, un delfín, y una cebra iban a terminar siendo los platos de los famélicos.
Pero no me quiero detener ese horror. Quiero hablar de uno más sutil: el del silencio del sumo pontífice.
Entendería que un Papa polaco no tuviera mayores nociones de qué es, y dónde queda, Venezuela. Pero ¿un pontífice argentino? ¿Cuál es la excusa para su silencio? El idioma no puede ser. La lejanía geográfica, mucho menos. ¿Cual, entonces?
Entiendo que el santo padre sea el pastor de muchos, el guía. Pero su silencio me incomoda cada día más, al punto que ha llegado a molestarme.
Paso la revista y veo a un señor, moreno él, que se llama Mayweather. No sé quién es, pero me da tanto asco el video que ha posteado en las redes, que decido- siguiendo mi instinto de autoagresión- investigar quién es este personaje.
Resulta que el señor Mayweather es un boxeador, considerado uno de los mejores de la historia. Tiene un poco más de 7 millones de seguidores en Twitter. Pero eso no es lo grave.
El hombrecito acaba de publicar un video que denomina “el reto Maywether” donde hace gala de los gustos más lobos, más patéticos y vergonzosos.
Habla de su limosina personalizada, y del tapete de la misma, que resulta ser hecha de piel de un mamífero adorable, que se llama chinchilla. La industria de pieles de chinchilla es de las más crueles y aterrorizantes por el trato inhumano con los animales.
Pero el señor quiere la piel de esos animales en su tapete.
Y sigue hablando. Ahora de su reloj, que vale algo así como mil millones de pesos.
Pero no me importa el valor, es la actitud de “traqueto” la que me ofenda. Eso, sumado a los siete millones de personas que lo siguen.
Antes los ídolos eran esas personas que defendían ideas. Más que eso, eran faros. Los seguíamos porque traían luz en la oscuridad. No quiero irrespetar, pero algo traen en común el santo padre y el pugilista: No alientan a tomar causas, a levantar las antorchas para luchar por algo más. Uno, el sacerdote, guarda silencio cómplice, y el otro, el boxeador, nos invita a una vida de lujos más repugnantes de exquisitos.
Quizá debemos buscar otros ídolos.