Hace algunos años, en una conversación con un empresario del sector productivo, escuché una frase que se me quedó grabada, él mencionó “La energía solo se vuelve un problema cuando falta”. En ese momento asentí, pero con el tiempo entendí que la afirmación era incompleta. La energía también es un problema cuando no se planifica, cuando se da por sentada y cuando se asume que siempre estará disponible sin importar cómo crezcan nuestras ciudades y nuestras economías.
Hoy, el entorno empresarial enfrenta un escenario cada vez más complejo. Los costos energéticos son volátiles, las exigencias ambientales aumentan, la presión regulatoria es mayor y la infraestructura urbana, en muchos casos, responde a una lógica del pasado.
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En este contexto, pensar en la planeación de las ciudades al 2050 deja de ser un ejercicio teórico y se convierte en una decisión estratégica que impacta directamente la competitividad del sector productivo. No se trata únicamente de dónde se ubican las empresas o qué tan moderna es la infraestructura visible, sino de qué tan preparado está el sistema urbano para sostener el crecimiento económico sin volverse frágil.
Durante años, la eficiencia energética fue vista como una medida secundaria, casi irreal y superficial. Para muchas empresas era una acción asociada al ahorro, útil pero no determinante.
Sin embargo, esa visión quedó atrás. Hoy, la eficiencia es una herramienta de gestión del riesgo, una palanca de competitividad y un activo de largo plazo. Una empresa que utiliza mejor la energía es menos vulnerable a crisis, tiene mayor previsibilidad financiera y está mejor posicionada frente a inversionistas y mercados que valoran la sostenibilidad como un criterio de confianza.
Lo mismo ocurre a escala urbana. Las ciudades también compiten. Compiten por atraer inversión, talento y actividad económica. Y en esa competencia, la calidad de su infraestructura energética es determinante. Una ciudad con sistemas ineficientes, redes saturadas y altos costos operativos termina trasladando esas ineficiencias al sector empresarial en forma de tarifas más altas, interrupciones del servicio y mayores riesgos operativos. Por el contrario, una ciudad que planifica desde la eficiencia crea un entorno más estable, confiable y atractivo para hacer negocios.
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Existe una tendencia a asociar el desarrollo urbano con grandes obras visibles, como por ejemplo nuevas plantas, megaproyectos, expansiones rápidas. Sin embargo, la eficiencia es una infraestructura invisible. No se inaugura ni se celebra con titulares, pero su impacto es profundo y permanente.
Un edificio bien diseñado reduce su consumo durante décadas. Un proceso industrial optimizado gana competitividad todos los días. Una ciudad que gestiona inteligentemente su demanda energética evita inversiones costosas que terminan pagando los ciudadanos y las empresas.
Pensar en la ciudad del 2050 exige la misma lógica con la que un empresario evalúa una inversión estratégica. ¿Es sostenible en el tiempo? ¿Reduce riesgos futuros? ¿Genera retornos estables? ¿Protege la operación frente a escenarios adversos? La eficiencia cumple con todos estos criterios. Es una inversión que se paga sola, que fortalece la seguridad energética y que permite algo clave en un entorno incierto: comprar tiempo. Tiempo para integrar nuevas tecnologías, para diversificar la matriz energética y para que el crecimiento urbano no desborde la capacidad del sistema.
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En este proceso, el sector empresarial no es un actor pasivo. Al contrario, tiene un rol central. Cada decisión de inversión en edificios, industrias, centros logísticos o proyectos habitacionales tiene un impacto directo en la forma como las ciudades consumirán energía durante las próximas décadas. Incorporar criterios de eficiencia no es solo una buena práctica corporativa; es una contribución concreta a la estabilidad y resiliencia del entorno urbano en el que operan las empresas.
El 2050 no está tan lejos como parece. Muchas de las infraestructuras que se diseñan y construyen hoy seguirán funcionando dentro de 25 o 30 años. Cada proyecto que se ejecuta sin una visión de eficiencia es una oportunidad perdida y una carga que se traslada al futuro. Por el contrario, cada decisión bien planificada reduce vulnerabilidades, mejora la competitividad y fortalece la confianza en el sistema.
Planear las ciudades desde la eficiencia no es una moda ni una postura ideológica. Es una decisión empresarial inteligente, alineada con la gestión del riesgo, la rentabilidad y la sostenibilidad del desarrollo. En un mundo donde la incertidumbre es la norma, la eficiencia es la apuesta más segura. Porque las ciudades del futuro no se definirán solo por cuánto crecen, sino por qué tan bien usan su energía para sostener ese crecimiento.
Por: Ingeniero químico Juan Pablo Agudelo Silva, especialista en Derecho Minero Energético y magíster en Ciudades Inteligentes
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