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Editorial
¿Qué necesidad hay de incendiar el país?
No es la primera vez que un jefe de Estado colombiano propone revisar las bases de la Constitución.
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La opinión
La Opinión
Viernes, 20 de Junio de 2025

Por Dirección La Opinión 

El anuncio hecho por el presidente Gustavo Petro este viernes, en el que plantea incluir una papeleta simbólica en las elecciones de 2026 para convocar una Asamblea Nacional Constituyente, marca un punto de inflexión en el curso político del país.

No es la primera vez que un jefe de Estado colombiano propone revisar las bases de la Constitución. Lo inédito es el contexto, el tono y los símbolos que acompañan la propuesta. Más que un llamado institucional, lo que se percibe es una narrativa de ruptura, en la que la figura presidencial se proyecta como único garante de un nuevo orden, frente a un sistema que se presenta como agotado, obsoleto o incluso enemigo.

La Constitución de 1991, con sus virtudes y limitaciones, ha sido hasta ahora un pacto de mínimos compartidos. Su firma no fue solo un ejercicio técnico, sino un acto de reconciliación nacional. No por casualidad incluyó en su redacción a movimientos como el M-19, del cual el propio presidente Petro hizo parte. El consenso que la originó puede y debe ser revisado, pero a través de los canales que ella misma prevé. Una constituyente no es, en sí misma, un riesgo. Lo es su instrumentalización política en medio de una creciente polarización.

El país no ha recibido una hoja de ruta detallada, sino apenas un gesto simbólico. Una papeleta anunciada, sin proceso jurídico en curso, sin una convocatoria formal, pero con un peso comunicacional enorme. En paralelo, la figura del nuevo jefe de gabinete —el pastor Alfredo Saade— y la presencia visible de una bandera que remite a tiempos de lucha y confrontación han agregado elementos que despiertan más preguntas que respuestas.

¿Qué se busca exactamente? ¿Una reforma estructural que garantice derechos con mayor eficacia o una refundación institucional que concentre el poder? ¿Es una salida ante las dificultades de gobernabilidad o una estrategia para mantener cohesión dentro de las bases políticas del Gobierno?

El riesgo no está solo en la propuesta, sino en el momento. Cuando se presenta una iniciativa de este calibre en medio de tensiones crecientes con el Congreso, cuestionamientos a la justicia, desconfianza en los medios y movilización callejera, el país necesita más certezas que gestos.

No se puede trivializar el poder de las señales. Los símbolos importan. Una bandera, una consigna, una papeleta. Todo eso, en boca de quien ocupa la Presidencia, tiene efectos. Y más aún, consecuencias. En democracia, las reglas de juego importan tanto como los jugadores. Cuando uno de ellos insinúa que puede cambiar el tablero en medio de la partida, la ciudadanía tiene razones para estar alerta.

Como medio de comunicación, creemos que este es un momento para insistir en la sensatez. Si el país necesita cambios —y es evidente que los necesita—, esos cambios deben darse con más institucionalidad, no con menos. Con más diálogo, no con más trincheras.

Las constituciones no son sagradas, pero tampoco son papel en blanco. Representan el punto de encuentro entre distintas formas de ver el país. Romper ese equilibrio sin garantías, sin reglas claras, y sin un horizonte compartido, no solo incendiaría las instituciones. Podría incendiar también la confianza de los ciudadanos en que el cambio, aún posible, sigue siendo democrático.

Colombia no necesita que la gobiernen los extremos, sino quienes sean capaces de construir sobre lo construido. Porque destruir siempre será más fácil. Lo verdaderamente difícil —y valioso— es preservar lo que funciona, corregir lo que falla y reformar con altura.

La historia nos juzgará, no por cuántas veces intentamos empezar de cero, sino por cómo fuimos capaces de mejorar lo que heredamos.


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