Después de tantos años de viajar por el mundo juntos (mis sueños y yo), los mapas caminan en paralelo conmigo, en la medida en que los imagino como círculos concéntricos que generan, cada uno, el siguiente.

Mi pasión comenzó rastreando en el mar rutas literarias, con una deliciosa expectativa cosmopolita por hallar, en la luminosidad de la palabra, tradiciones sociales míticas prestas a aliviar, un poco, mi ignorancia.

En su leyenda se van hilando las sombras de la sabiduría, como gotas de cristal de recuerdos que se cuelgan en mí alma, con la evidencia de mis cimas y simas románticas, con olor a café, música y jardines.

Su memoria narra la herencia cultural de los pueblos, vuelve a los lugares donde el tiempo sueña, y canta, y se planta en ellos con las huellas del lenguaje que brota de los ciclos de felicidad -y de tristeza- de la humanidad.

Y me encontré con Borges, exigente maestro, con quien hay que esmerarse para extraer la esencia de su pensamiento universal y viajar -sin ir-, hacia espacios y tiempos que poseen el eco seductor de la voz universal de la historia.

De mi romance cartográfico emergieron obsesiones por aprenderlo todo, como se hace con las perlas escondidas en un molusco, al que hay que desprenderle las conchas de nácar que las protegen.

Ahora, mi soledad está parada en un muelle, esperando los susurros de El Mediterráneo, de los océanos Atlántico, Pacífico, Índico, Ártico y Antártico, con el anhelo mayor de escuchar el don intangible de su magia…

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