El azar llega así, sin equipaje, con sus instantes mágicos, usualmente contrarios a los que uno espera, inscritos en el silencio, con la ventaja total que les da el tiempo, sin rodeos, siempre con algo nuevo, bueno…o malo.
¿De dónde vendrá? Quizá trepando por el viento, navegando en un velero por el mar, bajando una montaña en una carreta campesina, o escondido en la vieja carta que trae un migrante, desde cualquier amor lejano.
Al azar le gusta escuchar cantos de pájaros en su camino, que no se sabe dónde acaba, o cuándo se bifurca, o sentarse en la arena a mirar las estrellas, hasta que decide en quién depositar el veredicto temporal del destino.
Es fugaz como un reto misterioso, sin margen de adaptación, invisible, aleatorio, escurridizo, dinámico, totalmente obsesivo, a veces caótico, dotado del poder de mutarse -de improviso- para jugar acertijos con los humanos.
Pero nos enseña la sabiduría de la naturaleza, como hace con las aves en sus primeros vuelos, o con el agua para buscar su riachuelo y cantar allí sus anhelos de ser rocío, o con nosotros, para no dejarnos morir de realidad, sino de sueños.
Va adelante, con su cayado de sombras, pregonando que no a todo alcanzamos, que tenemos giros con un comienzo y un final y que, convivir con él, es la mejor -y obediente- manera de habitar el mundo.
Y ¿cómo esperarlo? Tal vez volando en el ala de una mariposa intelectual, o dando su lugar a la fantasía para diluir el corazón en un horizonte azul, netamente espiritual… (A mí me ha ido bien con el azar… he hecho lo que él ha querido…).
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