
Hay momentos en los que el país se detiene. En los que el corazón colectivo se encoge. Y en los que el alma nacional, sencillamente, sangra.
El atentado contra Miguel Uribe Turbay no fue solo un hecho violento. Fue un mensaje. Un intento de silenciar la diferencia, de sembrar miedo en quienes aún creen que la política puede ser un acto de servicio, no de guerra.
No podemos permitir que este acto pase como un dato más en el noticiero. Porque si lo hacemos, el siguiente disparo no será solo contra un candidato: será contra nuestra capacidad de soñar con un país mejor.
Hoy Colombia duele. Pero ese dolor no debe anestesiarnos. Debe despertarnos.
Como escribió Sandro de América:
“El tiempo y el destino me han golpeado sin cesar,
mas yo sigo adelante sin dejarme doblegar…”
Este es un punto de quiebre. No podemos normalizar la violencia como lenguaje del desacuerdo. Ni permitir que el miedo se instale como costumbre. Debemos levantarnos, no con rabia, sino con propósito. No con odio, sino con dignidad.
Colombia necesita recuperar su rumbo. Reafirmar sus principios. Proteger la vida, la justicia y la libertad. Y eso empieza por garantizar que las instituciones no solo existan, sino que funcionen.
Este no es un llamado político. Es un llamado humano. A quienes creen que otro país es posible. A quienes no se resignan. A quienes, incluso en medio del caos, todavía apuestan por la paz, por la ley y por la esperanza.
Porque lo que está en juego no es un nombre ni una campaña. Es el alma misma del país.
La vida no sigue igual.
Y si lo entendemos con claridad, nada debería seguir igual.
Unidos, podemos volver a levantarnos. Más fuertes. Más justos. Más humanos.
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