Un camino tiene ojos cristalinos de silencio, como los de los viejos en las ventanas contemplando la huella de su verdad, para lucir el privilegio de la edad de la sabiduría que mira -por él-, lo que antes él amaba.
En sus orillas serenas guarda el eco de distancias que anhelan ser semillas de ilusiones, el arrullo de una luna especial que pasa de ser fugaz a eterna y el rumor de un milagro lejano, más allá de su memoria.
Las estrellas encienden luces que le sugieren el paisaje, como un espejo en el horizonte, o el reflejo de aquellas rutas que sólo lo conocen los pájaros, o las flores, cuando su aroma mece el brillo de su aventura.
¿Cómo andar el camino, si no es con él mismo? No tiene un equilibrio cierto, sólo atajos buenos que bifurcan el destino, que emergen de su soledad tan viva, de su extensa intimidad, con el asomo de una sonrisa intrépida.
Y después de tantos giros, de olvido y de ausencia, espera una señal para su próxima estación, cerca del crepúsculo, donde el tiempo espera la historia de sus presentimientos, para sembrarlos en el infinito.
Su esencia es ser una esperanza, como la de los antiguos marineros en sus añoranzas náuticas, los caravaneros rumbo al oasis, o las bandadas de aves oteando el viento, tratando de abrazar el cielo.
El camino nos enseña a pasar sobre ruinas y pantanos, y a adherir el polvo que no se debe sacudir, sino guardarse en el alma en un ánfora de recuerdos. (A su vera pasa la nostalgia, e inscribe en las piedras silentes su testimonio mientras, a lo lejos, alguien canta un bambuco bonito…).
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