Los soñadores amamos las ausencias, como la del mar, escuchamos su voz colgada en los suspiros de una luna llena, o la imaginamos en el crepúsculo, buscando su audacia en un cristal rosado, al caer el azul del día.
Y pensamos en el silencio de los muelles, en la melancolía de un viejo marinero cantando una tonada, mientras va arriando las velas cansadas de tanto viento, y tanta distancia, subido en su mástil de nubes para otear el regreso.
En el mar no hay huellas, porque no tiene ayer, ni mañana, sino una lírica de aves que van cantando soledades, faros con visiones del recuerdo, o campanas del tiempo que anhelan hacerse soles, o estrellas…
Así es el mar -como el alma- esperando una nostalgia grata que quiere trepar de la consciencia a la memoria, arroparla, e invocar los duendes sabios que desean reposar -en las mismas horas- en que sueñan los jardines.
Sus rutas convergen en puntos caprichosos del espacio, ora la Polinesia, ora el Oriente Próximo, en fin, contando la fantasía de las corrientes en alas de pájaros, o en botones de flores que van a despertar siendo pétalos.
Aprendemos -los soñadores- que El Poniente es más luminoso que el Naciente, porque reúne los ecos de la sonrisa universal, para que la aurora sea el umbral de la belleza y susurre los secretos del horizonte para arrullar el sosiego de su luz.
Entender esa espiral de ayeres, y de mañanas, nos ha costado mucha añoranza, sin pensar mucho, sin querer nada, sólo desdoblando los días que faltan para retornar al puerto…(El andante es un modo musical maravilloso, entre adagio y moderato, sumamente lindo…).
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