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50 años es un ratico
¿Pero cómo comenzó este proyecto en la Cúcuta de los 60?
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Sábado, 26 de Agosto de 2017

El pasado 3 de agosto se cumplieron 50 años de creación del Instituto de Niño Retardado Mental, hoy Fundación Instituto La Esperanza, que en la actualidad muestra una fortaleza digna de un joven vital. Y eso es lo primero destacable: pocas instituciones en el país llegan a cinco décadas de trabajo ininterrumpido, y menos si es para servicio a los pobres, y menos aún con fuerza para seguir hacia adelante.

¿Pero cómo comenzó este proyecto en la Cúcuta de los 60, cuando Venezuela ya gastaba su riqueza en subsidios y corrupción, y aún recordaba la dictadura de Pérez Jiménez? Cúcuta tenía menos de 150 mil habitantes y todavía se pescaba panche en el Pamplonita en canoas. Un grupo de mamás de niños retardados se juntaron para tener un sitio donde poner a “estudiar” a sus niños especiales. No sabían para donde iban, pero como dicen los gringos para empezar, hay que empezar. La sorpresa fue el tamaño del problema.

El retardo mental tiene muchas causas, puede venir en diversos niveles de profundidad, solo o asociado a otras discapacidades, siendo el más conocido el síndrome de Down, o mongolismo, llamado así por el parecido facial que estos niños tienen con Atila el huno y sus paisanos los mongoles. Técnicamente se conoce como trisomía 21, una lotería genética, donde de los 23 pares de cromosomas que se acoplan al concebir una nueva vida, aportados por cada uno de los padres, solo se acoplan 21. Y es lotería porque a cualquiera le puede llegar. Lo hay también por enfermedades como la meningitis, falta de oxígeno al nacer y mal uso de fórceps, entre otros. Pero lo más doloroso es el llamado “retraso social”, dado por injusticias sociales como el hambre crónica o la falta de afecto y abandono.

Allá por los 60 del siglo pasado muchas familias escondían a sus niños con retardo, incluso encerrándolos mostrando una mezcla de ignorancia, prejuicio o intolerancia a lo diferente; no es que hoy no se dé, pero ya en menor proporción en cuanto a retardo mental se refiere y más dirigido a otras diferencias y a los inmigrantes. Al primer bus de retardo mental lo agarraban a piedra en algunos barrios y lo llamaban el bus de los “bobos”. Es claro, que es mucho más fácil paliar cualquier dolencia que los prejuicios, que se refuerzan ante la incapacidad de entender lo diferente, pero así como hay estupidez de un lado, esta se contrarresta con vocación de servicio, como lo han hecho por 50 años la mayoría de quienes han trabajado en el instituto. Es, sobre todo, un trabajo vocacional.

Empezó con pocos niños, básicamente hijos de las fundadoras, en una casa de la avenida 3 entre calles 9 y 10. Dio un salto gigantesco al pasarse a una sede construida en Quinta Oriental, hoy la sede principal. Cuando se abrió la matrícula, el volumen de solicitudes superó cualquier expectativa mostrando que el retardo mental era mucho mayor de lo que podía preveerse y que era un tema totalmente desatendido. Cuando no llegaban por sus medios, la gente del instituto salía a rescatar a los abandonados. Y ejemplos sobran.

Uno emblemático es un niño de pocos años de El Rodeo, que, ante el abandono de la madre, el padre lo echó casi bebé a la porqueriza de los cerdos, donde peleaba con ellos por comida. Al momento del rescate no caminaba, estaba cicatrizado por mordidas de cerdos, desnutrido, emitía sonidos guturales, y claro, tenía retardo mental por abandono social. Hoy, sigue en la institución, donde ha vivido su vida y vivirá, esperamos, que muchos años más.

Actos de amor son frecuentes en la institución. Recuerdo a una terapeuta física que atendía a un niño a quien le faltaba una pierna, que le fue cortada por debajo de la rodilla. Pobre como era, no podía comprar una prótesis, por lo que la terapista se la regaló con su plata. El día que el niño llegó caminando con su prótesis al Instituto a saludar a la terapista, el abrazo de ambos pareció eterno. O el taxista que no podía tener hijos propios y adoptó una niña que resultó con retardo, y todos los días religiosamente la llevaba y la recogía con un cariño, que solo estos niños pueden despertar. Milagrosamente la esposa quedó embarazada y tuvieron mellizos; consultado sobre qué iba a hacer, mencionaba que su hija mayor, la que tenía retardo, era el centro de su casa y las mellizas deberían aprenderlo. Son unos ejemplos de miles que reposan en la memoria de la institución.

Y como ha habido lágrimas, ha habido sudor. Mantener financieramente la institución es un acto entre el trabajo denodado (90%) y un 10% de ayuda divina. Ha habido ocasiones en que los porcentajes se han invertido. Y mucha gente ha colaborado, desde fundaciones hasta el estado local, regional y nacional, pasando por empresas y personas naturales. La rifa de un carro anual, es la base de la consecución de recursos. En escolaridad no se cobra matrícula, es gratis. Hoy cuenta con semi-internado y con una sede adicional de internado y una huerta sobre el anillo vial, soportado económicamente en un contrato con el ICBF, donde se atienden esencialmente niños retardados abandonados; los pobres entre los pobres. No tienen nada y no tienen como valerse por sus propios medios, son pichoncitos qué si abandonan el nido, no sobreviven.

Han pasado por la institución monjas colombianas y monjas gringas; han colaborado médicos, sicólogos, terapistas físicas y del lenguaje, profesores de educación especial, administradores, voluntarias, personal de cocina y transporte, todos con el mismo objetivo de cuidar y hacer útiles, hasta donde sea posible, a sus niños. Ese es el truco: los niños siempre han sido la razón de ser de la institución.

Pero también ha habido funcionarios públicos regionales o locales que han querido “controlar” la institución; también para enfrentar esos intentos de avionadas, ha habido personal para neutralizarlos. Su carácter jurídico ahora la hace inviolable.

Hoy, el Instituto la Esperanza es la mayor obra de servicio social del departamento y un referente nacional, que causa admiración en quienes conocen la obra, y le mueve el piso a más de uno, ver tanto dolor enfrentado con tanto amor.

50 años son un ratico para personas con vocación de servicio, pero sabemos que aún no se ha podido garantizar la sostenibilidad de largo plazo de la institución, por lo que muchos seguirán trabajando hasta que lo logren. En medio de tanta corrupción, degradación y mediocridad, es un bálsamo saber que hay gente que puede dedicar su vida a servir, solo por el gusto de servir. En sus primeros 50 años del Instituto la Esperanza, nos unimos a la felicitación tan merecida a todos los que laboran y trabajan por esa institución. Parodiando a la presidenta de una compañía importante de biotecnología, podemos mostrar que lo que hace 50 años se decía, ¡es imposible!, hoy decimos es ¡increíble!.

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