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Salvaguardar a los precursores
Lo que les condena a un doble e incluso más dolorosa hibernación, la de estar disponibles y que nadie lo sepa.
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Miércoles, 27 de Agosto de 2025

Madrid – Agosto 2025

Estamos a poco más de un mes de que la puerta de la sala de conferencias de la Academia Sueca se abra una vez más, como todos los octubres, para anunciar al flamante nuevo ganador del Nobel de Literatura de este año. El inminente sucesor de Han Kang (Nobel 2024) será el número 118 del consecutivo en alzarse con el galardón, pero a pesar de que seguimos acumulando nombres y títulos a la ya de por sí extensa lista de miembros honorarios del Olimpo literario, no consigo quitarme de encima la misma inquietante sensación de que el canon actual de las librerías parece haber emergido poco después del 2000 y que antes de ello sólo existían García Márquez, Saramago, Faulkner y Hemingway.

Por alguna razón que no consigo explicar, y excluyendo a los autores de poesía y teatro que son más simbólicos que comerciales, los elegidos del milenio pasado, salvo por excepciones muy puntuales, tienen una injusta aura obsoleta que les acompaña y de la que les es difícil desprenderse, como si el talento se les hubiese llenado de polvo. Sus obras, conforme van cayendo en el olvido (hasta donde algo así puede suceder cuando desde Estocolmo les han asegurado la inmortalidad), bien porque las editoriales que les imprimían desaparecieron o porque simplemente perdieron su tracción mercantil en las estanterías, se desvanecen en librerías de segunda mano y empiezan a convertirse en objetos de coleccionismo.

Aunque la editorial DeBolsillo ha hecho una labor encomiable para mantener accesibles ejemplares de estos autores a un precio todavía bajo, lo cierto es que sus nombres no suelen protagonizar catálogos ni grandes campañas publicitarias, lo que hace que muchos lectores, yo incluido, no tuviéramos ni idea de la existencia de estos. Lo que les condena a un doble e incluso más dolorosa hibernación, la de estar disponibles y que nadie lo sepa. Pues una cosa es desaparecer por escasez, que se entiende por el correr de los años y que podría tenerse por culpa de nadie, y otra es la desaparición presunta, aún cuando estás sólo a unos clics de distancia.

Así pues, tristemente hemos visto volatilizarse en el éter editorial a muchas plumas que forjaron nuestra sociedad y cuyos nombres siguen retumbando en la inmensidad literaria con más fuerza incluso que sus contrapartes contemporáneas, tales como Bertrand Russell (Nobel 1950), Jean-Paul Sartre (Nobel 1964), Samuel Beckett (Nobel 1969) o Heinrich Böll (Nobel 1972). Sin mencionar a otros cuantos cuyas letras, a pesar de las décadas que nos separan de ellas, son indispensables para entender el mundo actual que nos ha tocado vivir, como es el caso de Saul Bellow (Nobel 1976), Isaac Bashevis Singer (Nobel 1978) o Sinclair Lewis (Nobel 1930).

Aunque la Fundación Nobel siempre será una entidad privada que otorga sus premios bajo criterios inescrutables tras un secretismo inexpugnable, lo que no en pocas ocasiones ha derivado en manifiestas injusticias poéticas, sus decisiones cada octubre siguen siendo la más rigurosa guardiana de nuestro patrimonio literario. Por ello, salvaguardar el trabajo de estos autores precursores es poco menos que un deber inapelable.


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