
De Junot Díaz no sabíamos nada desde hace muchísimos años. Salvo por una efímera aparición de su cuento “Los Fantasmas de Gloria Lara” en la edición de noviembre de 2023 de The New Yorker, haría falta remontarnos más o menos hasta 2012 para encontrar su última prueba de supervivencia con el desembarco en las estanterías hispanohablantes de “Así es como la pierdes”, novela que aprovechó el tirón mediático provocado por la contundente victoria entre el jurado del Premio Pulitzer de su icónica “La maravillosa vida breve de Oscar Wao” (una auténtica carta de amor a los cómics y un grito silencioso en medio de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo). De resto, su carrera literaria ha gozado de una sana, aunque cada vez más difícil de alcanzar, discreción.
“Me considero un escritor lento… Publico un libro cada 12 o 13 años”, dice ante el público que aquel jueves de bochorno veraniego acude a verlo en la Feria del Libro de Madrid, donde su nombre y el de Katie Kitamura encabezan el cartel de este año. Su español algo pastoso, por estarse despertando apenas tras el año de letargo en el que estuvo viviendo en Japón, va mejorando conforme pasan los minutos, al igual que su intervención. De un Díaz introvertido que empieza respondiendo en corto a las preguntas de un entregado Jorge Carrión, terminamos la charla con un Junot cercano, familiar, que bromea con los asistentes y hace recomendaciones en “espanglish” sobre las últimas series que está viendo en Netflix. Un espectáculo como el que todos veníamos a ver y al que al final le falta tiempo.
La conversación va sobre cómo todos somos islas y en eso Junot Díaz es un experto. Sus historias son una constante búsqueda de identidad de sus personajes en un océano de soledad. La misma que se siente en Nueva York (casualmente la ciudad homenajeada este año por la Feria del Libro de Madrid y hogar de Díaz durante décadas hasta su traslado definitivo a Boston) donde bien puedes estar de pie en el mismísimo corazón de Times Square, posiblemente el punto turístico más transitado del mundo, en una de las urbes más grandes del planeta, rodeado por millones de almas de prácticamente todas las nacionalidades posibles y, con eso y todo, sentirte absoluta y perdidamente solo.
Entonces cobra una importancia brutal el concepto de comunidad, aquel recodo de tierra firme en el que los migrantes que hablan español se refugian protegidos por la calidez innata de su propia lengua común. Un sucedáneo de la familia en su versión más extendida, conectados por algo a la vez tan sólido como etéreo, en el que ciudadanos de latitudes tan distantes, y hasta con el Atlántico entre medias, como América y Europa pueden entenderse, apoyarse y tender puentes que comuniquen a las islas a la deriva que son ellos mismos.
Junot Díaz lo entiende perfectamente y tal vez por eso mismo tarda tanto en escribir, porque no viaja sólo, su gente le acompaña allí donde va, cuales polizones de sus relatos, definiéndole y haciéndole ser quien es.
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