No voy a recurrir a la baja y miserable frase de que el que pobre es pobre es porque quiere. O las frasecitas de autoayuda, endulzadas para bobos, que afirman que con un par de cambios en “tu” vida, “todo va a mejorar para dejar atrás la pobreza”. N, ni más faltaba que fuera tan irrespetuoso con mis lectores. Hay pobres, básicamente, porque en el mundo, y muy especialmente por estos lados, hay una tremenda e infinita desigualdad.
Habiendo dicho eso, quiero decir que en este país parece que estamos profundamente enamorados de la pobreza y todo lo que ella conlleva. Veo, con asombro, cada vez más decisiones que estoy seguro que apuntan a que no levantemos cabeza. Hay ejemplos, simples, para probar, con verdad científica que lo que digo es cierto; que cada vez más nuestros gobernantes están enamorados del paisaje que deja la pobreza. Es, quizá, la forma de crear personas (los pobres) absolutamente dependientes del estado, y por ende del gobierno de turno. Es una lógica brutalmente dolorosa: Entre más fregados, y jodidos, estemos, más necesitaremos al estado. Es el sueño de esa izquierda tradicional, casi de manual, de que el estado debe permear todo, hasta el último capilar que quede.
Por ejemplo, permitir las protestas, en tiempos de pandemia, es algo que aún no logro entender. No pongo en duda los legítimos derechos de los protestantes, pero, ¿en tiempos de pandemia? La misma persona que autoriza las marchas, prohíbe la venta de licores en bares, con el argumento de que esa actividad, vender licor, puede ser catalizador de la pandemia. ¿De verdad? ¿En serio esa es la coherencia de nuestros dirigentes?
Algo similar pasa con el cine, actividad que deja millones de impuestos pagados y miles de empleos. Pues bien, está permitido subirse a un avión (pocos centímetros de distancia entre pasajeros) pero no se puede ir a cine. ¿Hay alguna lógica? ¡Ninguna!
En estos tiempos en los que preservar el empleo debe ser una prioridad, un interés nacional del mismo nivel e importancia que la protección de las fronteras, o la suficiencia energética, el estado debería suspender el pago de impuestos, bajo el obvio y simple razonamiento de que el empleador pagará los impuestos, aún si para ello debe despedir personas. El estado ha seguido cobrando impuestos, como si nada, arrojando a muchos el detestable dilema de pagarlos o acabar plazas de empleo. ¡Nos enamora la pobreza!
Otro ejemplo, que me tiene absolutamente horrorizado, es la ciclorruta que, en silencio y subrepticiamente, hizo la alcaldía mientras estábamos encerrados. Un día, luego del encierro, salí y me percaté que la avenida séptima de Bogotá habíase cerrado en uno de sus carriles para dar paso a una ciclorruta, como si estuviéremos en Boston, o Berlín. Claro, no estamos allá y el tema del clima de la ciudad capital con su lluvia casi diaria, y torrencial, hace de la bici un medio de trasporte muy residual. Cerraron un carril de una avenida arteria, con lo que arrojaron a cientos de miles a prolongar su tiempo de espera en el bus. ¿Y no que estar en el trasporte público aumenta el riesgo de contagio? ¿Acaso no era más productivo durar menos horas en el trasporte?
Ni qué decir del acoso de los dirigentes locales a las empresas, por ejemplo, a las paisas, que pareciera un empeño en acabar la gallina de huevos de oro.
¡Nos enamora la pobreza!